Kaliena observaba el
desarrollo de la batalla desde un bastión de la muralla oriental. La mujer,
junto a otros tres monjes guerreros de su orden, estaba al mando de una
guarnición formada por una veintena de hombres y mujeres, civiles todos, y cuya
misión era proteger aquella sección. Por el momento, todos los ataques se
habían concentrado en la parte norte de la ciudad, de modo que lo único que podían
hacer por ayudar a sus compañeros era rezar.
Negras columnas de espeso
humo se elevaban en la pradera. El ejército orko lanzaba una tropa tras otra contra
las murallas, trepando por cuerdas y escalas, en número tan superior a los
defensores que estos no podían evitar que muchos alcanzasen la cima. Las
flechas surcaban el cielo, los cuerpos caían como pesados fardos desde las
almenas, los gritos de júbilo y furia se confundían con los estremecedores
alaridos de dolor.
Centenares de diminutas
figuras se batían a muerte en la atalaya, los orkos resaltando como negras manchas
entre los pálidos rostros de los soldados humanos. Kaliena contemplaba sin
aliento aquel dantesco espectáculo, sosteniendo con fuerza la vara y
lamentándose por no poder acudir en ayuda de los defensores.
Sin embargo, a pesar de
las infinitas unidades orkas, los muros resistían los embates, y cada ataque
era saldado con cuantiosas bajas para los invasores. Los arqueros enviaban a
decenas de orkos al infierno y los soldados expulsaban a los demás atacantes a
base de estocadas. Un rechinar atrajo la atención de la mujer.
Sus ojos castaños se
apartaron de la cruenta batalla y se dirigieron hacia los campos que rodeaban
la ciudad. Allí, sobre la nieve, una treintena de grandes carromatos se habían
situado en perfecta formación.
Nuevos chasquidos se
sucedieron mientras los orkos manipulaban aquellos aparatos que Kaliena no
podía reconocer.
La primera descarga fue
demoledora. Inmensos bloques de piedra trazaron una trayectoria parabólica y alcanzaron
la parte más alta de las murallas. Los proyectiles cayeron por todas partes,
destrozando los muros, abriendo profundos socavones en la vía y aplastando a
decenas de soldados. Josuak vio cómo un pedrusco del tamaño de una rueda de
carro sepultaba a dos hombres, salpicando de sangre la almena. Otro proyectil
impactó en el muro, desintegrando la piedra en una lluvia de virutas y polvo.
Un soldado saltó evitando otra roca, pero salió despedido y cayó de espaldas al
suelo, quedando indefenso ante las cimitarras de los orkos. Un pedrusco
atravesó el torreón, pulverizando sus paredes y matando a los tres arqueros que
había en su interior. Josuak buscó a Gorm en medio de la desesperada. Los
orkos, aprovechando la cobertura de las catapultas, habían invadido el bastión
y masacraban a los confusos soldados. Las cuerdas colgaban por todas partes y
más de aquellas criaturas trepaban la muralla con las cimitarras atenazadas en las
mandíbulas. Un soldado fue acuchillado por tres enemigos, un arquero disparó
una flecha casi a ciegas un momento antes de ser atravesado por una lanza.
Josuak escuchó un colérico rugido que le era familiar y dirigió su atención
hacia el lugar donde se agolpaban los luchadores.
En pleno fragor del
combate encontró a Gorm, blandiendo su hacha en círculo a la vez que bramaba
con furia animal. El filo del arma decapitó a un orko. Por desgracia, una
decena de aquellos seres rodeaba al gigante. Josuak, lanzando también un grito
de rabia, se abrió camino a espadazos entre el mar de enemigos.
Gorm abrió en canal a un
orko y se volvió para evitar un ataque traicionero. Josuak saltó sobre el borde
de la muralla y corrió por encima de las almenas, cortando numerosas cuerdas en
su camino hasta el lugar donde el gigante destripaba a otro rival.
Las catapultas lanzaron
una nueva lluvia de piedras sobre la muralla. Un proyectil aplastó a varios
hombres y orkos. Otro destrozó una parte del muro y arrojó los cascotes sobre
los asaltantes que trepaban por él.
Josuak saltó de la almena
justo en el momento en que uno de los pedruscos la convertía en polvo. El mercenario
cayó sobre un orko, hundiéndole la espada entre los omoplatos. Gorm recibió una
herida en el brazo. Inmune al dolor, replicó con un golpe de hacha que arrojó
al agresor por encima del muro. Otra piedra estalló en el centro del paseo,
reventando a más hombres y abriendo una telaraña de grietas en el suelo. Josuak
alzó instintivamente su escudo para detener una cimitarra. Un orko rasgo la
espalda de Gorm, abriendo una profusa herida en la azulada piel del gigante,
que se desembarazó de su atacante lanzándolo contra el suelo para aplastarlo a
continuación con su hacha. Un silbido cruzó el cielo y un bloque de piedra destrozó
otra parte de la muralla. Una flecha se hundió en el rostro de un atacante. La
batalla continuaba sin ningún orden; las tropas defensoras superadas en todos
los sentidos y sin tener tiempo para reorganizarse y plantar cara a los
invasores.
La lluvia de pedruscos
cesó mientras las catapultas eran recargadas. Josuak, tras matar un nuevo
enemigo, consiguió llegar junto a Gorm.
- ¡No podemos seguir
aquí! -le gritó a la vez que destripaba de un tajo a uno de los orkos que
acosaban al gigante. Gorm, por su parte, balanceó su enorme hacha y cortó las
piernas de otro atacante.
- ¡Las catapultas
acabarán con nosotros! -siguió gritando Josuak-. ¡Hemos de retirarnos!
El gigante rugió otra vez
y aplastó uno de los perrunos cráneos de un poderoso mandoble. Sin prestar atención
a su amigo, se dio la vuelta y se dispuso a enfrentarse a la nueva hornada de
enemigos que acababa de alcanzar la cima de la muralla.
En ese instante, las
catapultas fueron accionadas de nuevo y por tercera vez el cielo se llenó de
enormes pedruscos. Otra sección del muro se convirtió en ruinas ante los
terribles impactos. Nuevas cuerdas volaron y los garfios encontraron asideros
en las piedras y los cuerpos caídos. Gorm cargó con su hacha, empujando a tres
orkos fuera del muro y haciendo frente a los cinco restantes. Josuak maldijo
entre dientes y saltó por encima de varios cadáveres para ir en ayuda de su
amigo de piel azul. Una piedra cayó unos metros más allá y fulminó a dos
soldados, convirtiendo sus cuerpos en una pulpa de carne, sangre y huesos
rotos. Gorm y Josuak lucharon espalda contra espalda. La cruenta batalla prosiguió,
cayendo hombres y orkos por igual, pero, mientras que los primeros eran cada
vez menos numerosos, los segundos parecían no tener fin.
Un gran orko de poderosa
musculatura evitó el ataque de Josuak y le alcanzó de refilón con un tajo de su
cimitarra. El mercenario sintió un doloroso relámpago en su frente.
Reponiéndose al instante, logró detener el siguiente golpe y estampó el escudo
en el cuello del orko, que boqueó sin aire y cayó de rodillas. Josuak prosiguió
con un rápido tajo descendente y decapitó limpiamente a la inmunda criatura.
Sin tiempo para
reponerse, se pasó una rápida mano por la frente y se enjugó la sangre. Un
instante después ya se enfrentaba con otro de aquellos monstruos. Su brazo
empezaba a cansarse y sus movimientos eran cada vez más lentos y torpes. El
ágil mercenario amputó la garruda mano izquierda de su adversario y se volvió
para encarar a otro más. La situación era desesperada; no aguantarían mucho
más.
Las catapultas lanzaron
la siguiente andanada de piedras. Los proyectiles cayeron sobre la muralla como
inmisericordes castigos divinos, aplastando hombres y resquebrajando aún más
las debilitadas defensas.
Gorm luchaba convertido
en una bestia furiosa. Josuak, exhausto, cortó una de las cuerdas que colgaban
de la muralla y se preparó para recibir a un nuevo rival.
De pronto, el poderoso
sonido de un cuerno resonó por encima del fragor del combate. Humanos y orkos detuvieron
la lucha durante un instante mientras los ecos de la llamada retumbaban en el
paseo.
- ¡Adelante, por Stumlad!
-se escuchó un grito.
Josuak se volvió hacia la
empinada avenida que llevaba a la muralla desde el interior de la ciudad. El mercenario
a punto estuvo de perder la cabeza cuando el orko con el que luchaba aprovechó
su despiste para atacar. Hombre y monstruo rodaron por el suelo, forcejeando.
Josuak sintió una garra arañar su brazo.
Liberándose de la presa,
pudo abrir el cuello del orko con su espada. De una patada se quitó al cadáver
de encima y se incorporó justo en el momento en que un nuevo canto del cuerno
se imponía sobre el tumulto de la batalla.
- ¡Sin piedad, no dejéis
ni uno con vida! -ordenó una poderosa voz.
Abriéndose paso por el
acceso a la muralla surgió una decena de caballeros, vestidos en brillante
armadura y montados sobre impresionantes corceles. A la cabeza del grupo,
cabalgando con increíble seguridad a pesar de lo resbaladizo del piso, iba
Pendrais, con la espada alzada y pronunciando una nueva orden con voz profunda
y segura. Los cascos de los animales aplastaron a varios de los sorprendidos
orkos mientras las
espadas acababan con que
intentaban huir.
Tras los caballeros,
aprovechando la vía abierta por estos, un batallón de arqueros corría pendiente
arriba y se apresuraron a tomar posiciones en la muralla. Tensaron sus cuerdas
y, a la señal de su capitán, lanzaron una densa lluvia de saetas sobre las
catapultas. Muchos de los orkos encargados de manejarlas cayeron muertos sin
poder activarlas de nuevo. Los arqueros enviaron una nueva ráfaga que acabó con
todos los
orkos que había junto a
los malditos ingenios de guerra.
Josuak, agotado,
respiraba aceleradamente sin poder hacer más que observar a su alrededor. La
muralla, hasta hace unos momentos un lugar de caos y pesadilla, permanecía en
una paz casi irreal. Incontables cuerpos yacían desparramados por el suelo,
inmóviles y con los rostros contraídos en horribles muecas. Los grandes
pedruscos que habían destrozado la cumbre del bastión ocupaban buena parte del
paseo, sepultando los cuerpos de innumerables soldados. Los supervivientes se
movían de un lado a otro, encargándose de ayudar a los compañeros heridos a la
vez que daban muerte a los del ejército invasor.
Entretanto, los arqueros
prendieron sus flechas en fuego y dispararon sobre las catapultas. Como si de brillantes
estrellas fugaces se tratase, los proyectiles cruzaron el encapotado cielo e
impactaron sobre la madera, haciéndola arder y convirtiendo los pesados carros
de combate en grandes piras de fuego. La batalla había concluido, por el
momento.
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