La primera acometida se
produjo contra la puerta norte. Josuak, Gorm y el resto de la guarnición contemplaron
desde las almenas cómo las tropas orkas cargaron contra los muros. Los arqueros
recibieron a los atacantes con una lluvia de flechas. Muchos orkos cayeron
heridos o muertos, pero el resto prosiguió su alocado avance hasta alcanzar la
base de la muralla. Las saetas siguieron cruzando el cielo y provocando más
bajas. Los orkos se agolparon contra los muros en busca de protección. Otros
dispararon sus arcos contra las almenas, aunque sus flechas quedaban cortas y
se quebraban contra la piedra muchos metros por debajo de las posiciones de los
milicianos, quienes seguían repartiendo muerte desde su aventajada posición.
A pesar de que los orkos
caían a decenas, más y más enemigos cruzaban las chabolas de los alrededores de
la ciudad, guareciéndose en ellas para alcanzar las murallas. Escalas de cuerda
volaron sobre los muros. Más silbidos de flechas, más gritos de muerte; el caos
se desató en aquella sección de la muralla. Los arqueros no pudieron evitar que
los orkos más rápidos treparan hasta la cima. La lucha se recrudeció entonces.
Los milicianos se batieron a espadazos, expulsando a los invasores, pero sin
poder evitar que varios de los suyos cayeran al vacío junto a los orkos.
Josuak contempló a los
defensores resistir el asalto y hacer retroceder a los orkos. A su lado, los
hombres de la guarnición prorrumpieron en gritos de júbilo y alegría. Los
ánimos renacieron entre el destacamento de soldados y campesinos, confiando en
que quizás las altas murallas podrían detener a la negra marea que se les venía
encima.
Entonces, cortando los
cantos de alegría, tres escuadrones de soldados orkos arrancaron desde la retaguardia
y se dirigieron hacia la sección que ellos defendían.
- ¡Ya vienen! -alertó
innecesariamente uno de los vigías.
Los orkos se internaron a
la carrera entre el laberinto de casuchas, prendiéndolas en llamas. La humareda
se elevó en el cielo justo en el momento en que los arcos de los soldados
empezaron a chascar. Las flechas cruzaron el grisáceo amanecer y muchos de los
bramidos de los atacantes se quebraron en breves alaridos de dolor. Los orkos
recibieron la fatal lluvia arremolinándose en la base de la muralla, desde
donde empezaron a lanzar cuerdas hacia lo alto. Los garfios aparecieron por
todas partes, aferrándose a cualquier saliente que encontraran. Los soldados
recorrían el baluarte cortando cuerdas y lanzando a muchos orkos hacia una
muerte segura. Sin embargo, las cuerdas seguían cayendo sobre la muralla.
Josuak se apresuraba en
cortar todos los cabos que encontraba a su alrededor. Los arqueros disparaban
una y otra vez en un intento de detener a los trepadores que ya se encontraban
cerca de las almenas. Gorm arrancó con la mano uno de los garfios y dejó que la
cuerda se escurriera como una veloz serpiente hacia el abismo. El gigante se
giró para ver aparecer a los primeros enemigos que alcanzaron la cumbre,
portando las cimitarras entre los dientes y con los ojos rojizos refulgiendo
con salvajismo.
Gorm se apresuró en
hacerles frente. Describiendo un amplio tajo con su hacha, alcanzó en el pecho
a uno, arrojando con el impulso a otros dos fuera de la muralla. Josuak se
situó al lado del gigante y de una estocada envió a otro orko hacia las piedras
de abajo.
La batalla estalló en la
muralla. Los milicianos aferraron las espadas y se enzarzaron en una lucha
cuerpo a cuerpo con los atacantes. Un soldado fue arrojado por el borde, un
orko graznó de dolor con una profunda herida en el cuello, las flechas silbaron
por encima de los combatientes. Gorm rugió con furia y, de un hachazo, abrió en
canal la cabeza de un enemigo. Josuak detuvo con su escudo una cimitarra y
lanzó una estocada a las piernas de su rival. El orko se desplomó entre
lloriqueos, ocasión que aprovechó el mercenario para acabar con él.
Seguidamente, cortó dos nuevas cuerdas que habían aterrizado en la muralla. Una
vez hecho esto, se acercó al borde para expulsar a dos atacantes. Pateó a uno
por la espalda y amputó la mano del otro de un tajo. El orko chilló de dolor y
perdió el equilibrio, siguiendo a su compañero en la caída. Josuak pudo
entonces mirar por encima de las almenas y ver cómo se desarrollaba la batalla
en el exterior.
Las hordas de orkos
atacaban ya toda la muralla norte. El fuego arrasaba los alrededores de la
ciudad y la humareda se alzaba en fluctuantes columnas negras. El grueso del
combate se desarrollaba en las inmediaciones de la gran puerta, cuyos
rastrillos de acero permanecían bajados e impedían el paso. Los soldados de la
milicia repelían una tras otra las oleadas de asaltantes, enviando cientos de
cadáveres de vuelta a las afueras de la ciudad. Josuak descubrió entonces un
movimiento en las filas de los ejércitos orkos que aguardaban en los
alrededores: Varios escuadrones se dispersaron hacia diferentes puntos de la muralla,
tirando con cuerdas de unos artilugios que la distancia impedía precisar.
Nuevos enemigos surgieron
ante Josuak en ese momento. El mercenario mató de un sorpresiva estocada al primero
y con el escudo evitó el ataque del segundo. Retrocediendo varios pasos, logró
contraatacar y hundir su espada en el estómago del orko. Gorm apareció entonces
y agarró por la espalda al tercero, levantándolo con sus poderosos brazos y
arrojando al aterrado orko al vacío. El cuerpo rebotó duramente contra la
piedra, arrastrando a varios escaladores con él.
- Tenemos problemas -le
gritó Josuak al gigante, recuperando su posición en las almenas y señalando a
los lejanos grupos de orkos que proseguían su lenta aproximación-. Mira aquello
-añadió como única explicación.
La distancia era menor
ahora, de modo que pudieron distinguir los grandes aparatos que los orkos arrastraban
con cuerdas. Eran pesados carros de madera, de grandes ruedas y del tamaño de
una vivienda.
En su centro, en un
complejo entramado de cuerdas, reposaba un alargado brazo acabado en una cesta
de metal.
- Catapultas -anunció
Josuak.
Gorm no contestó. Tras
sacudir la cabeza para olvidarse de las catapultas, se lanzó sobre los orkos
que coronaban la cumbre de la muralla. Josuak, tras echar un último vistazo
abajo, se adentró en la caótica batalla. Un orko apuñaló por la espalda a un
desprevenido soldado. Josuak se deslizó a su lado y vengó al caído de un
espadazo, esquivando a continuación el ataque de otro enemigo. Tras darle
muerte, prosiguió avanzando entre los luchadores, distinguiendo brevemente a
Hilnek. El mando y varios soldados protegían el torreón de un numeroso grupo de
orkos. Uno de los defensores recibió una estocada en el estómago. El orko no
pudo disfrutar de su victoria, ya que otro soldado le atravesó con su espada.
Josuak apareció a la espalda de uno de los monstruos y, agarrándole el cuello
con el brazo del escudo, le abrió la garganta en un sangrante corte. Dándose la
vuelta, describió otro tajo y acabó con el último de los enemigos.
- ¡Hilnek, se acercan
catapultas! -gritó Josuak al veterano soldado, que yacía encorvado hacia
delante mientras recuperaba el aliento. Éste levantó los ojos y le miró
sorprendido.
- ¡Catapultas! -repitió
Josuak señalando con la mano hacia el exterior-. ¡Los orkos traen catapultas!
Hilnek miró hacia donde
indicaba el mercenario y su semblante quedó lívido. Los otros soldados
reconocieron también la poderosa maquinaria de guerra y un velo de desesperanza
cubrió sus miradas.
- ¡No puede ser! -negó
Hilnek asomándose a la almena, obviando la lucha que seguía desarrollándose a
su alrededor-. ¡No puede ser, esos salvajes no saben construir catapultas!
-gritó sin poder creer lo que estaba viendo.
Josuak no se molestó en
responder. Los escuadrones orkos se habían alienado ya a un centenar de pasos
de la muralla y se apresuraban en preparar las catapultas para lanzar la
primera andanada.
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