27 septiembre 2013
Primera ilustración Libro Avanzado
Pues aquí tenéis la primera ilustración que se hace oficial del Libro Avanzado de El Reino de la Sombra, en el cual estamos trabajando ahora. En la imagen se ve una de las ciudades esclavistas del Océano de Dunas, en el sur de Valsorth. Esperemos que os guste.
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Libro avanzado,
Reino de la Sombra
16 septiembre 2013
La caída de Teshaner (XIII)
La llegada del grupo a
las puertas de la ciudad provocó un gran revuelo. Los campesinos, comerciantes,
niños y bribones que deambulaban al mediodía por las inmediaciones de la
muralla se quedaron observando curiosamente cómo los soldados y los monjes,
varios de ellos heridos y todos con claros síntomas de haber realizado un
peligroso viaje, se acercaban al gran túnel que conducía al interior de la
ciudad. Los guardias que estaban apostados ante las verjas corrieron a recibir
a los recién llegados una vez reconocieron a Haldik y los otros milicianos
entre ellos.
- ¿Qué ha pasado?
-preguntó el soldado de mayor rango, un veterano guerrero de escaso pelo gris y
bigote oscuro, mientras examinaba con atención a los viajeros.
- Señor, he de hablar
inmediatamente con el Capitán de la Guardia -dijo Haldik, irguiéndose y
tratando de que su voz sonase grave. El guardia miró al mando de los soldados,
examinando el raído uniforme que vestía y deteniéndose en los cansados ojos
azules del hombre.
- ¿De qué se trata,
Haldik? Dime qué os ha sucedido -insistió el hombre y posó una reconciliadora
mano sobre el brazo de Haldik.
- Lo siento, señor
-respondió Haldik con el mismo tono formal-. He de informar inmediatamente al
Capitán Gorka.
- Está bien -dijo el
guardia haciéndose a un lado-. Dejadles pasar -ordenó al resto de guerreros que
custodiaban la entrada-. Vosotros, acompañadles hasta los cuarteles -mandó a
los cinco que estaban más próximos, que caminaron junto al grupo de viajeros a
lo largo del túnel. Una vez salieron a la plaza del otro lado, los monjes de la
hermandad de Korth se volvieron hacia los soldados.
- Nosotros nos dirigimos
a nuestra abadía -dijo Sebashian, el afable gesto del monje desaparecido bajo
una máscara de absoluta extenuación-. Quería darles las gracias por todo lo que
han hecho por nosotros –el hombre miró uno por uno a Haldik y sus soldados. Los
milicianos aceptaron la gratitud de los monjes con leves reverencias. Luego
vino el turno de Gorm y Josuak. El monje les agradeció en pocas palabras la
ayuda prestada y les instó a pasar al día siguiente por la abadía de la orden
para recibir su merecida recompensa.
Una vez terminadas las
despedidas, los monjes se dieron la vuelta y cruzaron la plaza en dirección a
una de las calles laterales.
- Josuak -le llamó
Kaliena, rezagándose un instante-. Recuerda lo que te he dicho antes. Trataré
de ser recibida por los caballeros de Stumlad esta misma tarde. Espero que Gorm
y tú podáis acompañarme.
- Por supuesto -dijo
Josuak y esbozó una breve sonrisa-. Todo lo que la dama desee nosotros lo realizaremos
con sumo placer. -realizando una exagerada reverencia, el guerrero acarició la
enguantada mano de la mujer y la besó con delicadeza.
- No es momento para
bromas -respondió gélidamente Kaliena retirando la mano-. Sólo quiero saber si vendréis
conmigo o no.
- Sí -Josuak se echó
hacia atrás pero no borró su sonrisa-, nos hospedamos en “La buena Estrella”.
¿La conoces?
La mujer asintió y,
dándose la vuelta, se encaminó tras sus compañeros.
- Iré a buscaros cuando
sea la hora -dijo simplemente y atravesó la nevada plaza hacia la calle por la
que los monjes se habían internado.
Josuak y Gorm se quedaron
junto a los soldados. Haldik se encontraba dictando órdenes a varios de ellos e
instándoles a ir rápidamente a los cuarteles de la guardia a avisar al Capitán.
Josuak se acercó al mando de los guerreros para despedirse de ellos.
- ¡Enemigos! -un grito
rompió de repente el rumor de voces de la plaza. Los ciudadanos que en ella se encontraban
se quedaron callados y, sin entender que sucedía, alzaron sus miradas hacia las
almenas de la muralla. Allí, en lo alto del enorme bastión, descubrieron a un
vigía de la milicia.
- ¡Enemigos! -el soldado
volvió a gritar tan fuerte como sus pulmones le permitían, señalando un punto indefinido
en la lejanía.
Entonces, otro vigía,
situado también en la muralla pero un centenar de pasos más al este, profirió
otro grito de alarma:
- ¡Enemigos, enemigos!
-bramó, su alarido teñido por el temor.
En un instante, todos los
guardias de la muralla surgieron uno por uno de sus puestos y dieron la alarma.
- ¡Al norte, enemigos!
- ¡Avisad a la milicia!
- ¡A las armas, a las
armas!
La gente, asustada por
los avisos, salió corriendo en todas direcciones, y una gran confusión se
adueñó de la plaza. Haldik obligó a sus hombres a ir inmediatamente a los
cuarteles y, acto seguido, corrió hacia una de las escaleras de piedra que
conducía al paseo de la muralla. Josuak y Gorm, haciendo caso omiso de las ansiosas
preguntas de los ciudadanos, siguieron a Haldik por la escalera. Abriéndose
paso entre la muchedumbre, alcanzaron el alto y se hicieron un hueco al borde
de las almenas, atestadas de curiosos. Por fin pudieron ver aquello que había
provocado semejante alboroto.
La niebla formaba una
densa película en el horizonte, extendiéndose desde el nevado terreno hasta el
cielo cubierto de nubes, de tal forma que no se distinguía donde acababa uno y
empezaba el otro. De entre la fantasmal bruma surgía un caudal interminable de
figuras oscuras, apenas unos puntos negros en la grisácea blancura, que se
abrían paso en dirección a la ciudad. Las indefinidas formas eran ya cientos, arremolinándose
en grandes grupos como si de organizadas hormigas se tratase. Más y más figuras
surgían de la niebla y, en apenas unos segundos, dio la impresión de que todo
el horizonte había sido ya recubierto de negro.
- ¡Enemigos al este! -llegó
hasta la almena el lejano grito de un vigía.
- ¡Enemigos al oeste! -se
escuchó la voz de otro soldado.
Entonces el repiqueteo de
las campañas recorrió el gélido ambiente de la mañana. El lento tañido de la
torre del campanario retumbó en las calles. Era la señal de peligro, avisando a
todos los pobladores de que debían guarecerse con rapidez dentro de la
amurallada urbe.
Gorm y Josuak
contemplaron desde la atalaya cómo los ciudadanos que vivían a la base de los
muros corrían despavoridos hacia las grandes puertas. Entretanto, la oscuridad
fue aumentando en la lejanía, mientras una infinidad de enemigos se apostaba en
la llanura, cubriendo lentamente de negro la nieve.
La Buena Estrella estaba
vacía a primera hora de la tarde. Era extraño ver el gran salón completamente desierto,
las innumerables mesas limpias, las sillas ordenadas, el suelo impoluto, sin
restos de comida o jarras de cerveza. Una de las camareras, la mayor de las
hijas de Burk, aguardaba sentada junto a la entrada de la posada, con un paño
en la mano y la pierna temblando incontroladamente bajo la mesa. No había voces
alegres, ni risas, ni gritos eufóricos pidiendo más bebida. El silencio del
salón sólo era roto por el crepitar del fuego de la chimenea que ardía
inútilmente en la pared del fondo.
Josuak y Gorm bajaron de
sus habitaciones y se quedaron sorprendidos al contemplar el inusual aspecto
que ofrecía la posada más bulliciosa de todo Teshaner.
- ¿No hay nadie?
-preguntó Josuak. Iba vestido con ropas limpias y se había recogido el cabello,
dejando tan sólo un par de trenzas caer libremente por encima de sus mejillas.
Gorm llevaba puesto el gran taparrabos que siempre usaba, pero su piel azulada
aparecía limpia y brillante. Un grueso vendaje cubría su pierna izquierda,
alrededor del muslo, y recordaba la herida sufrida durante el viaje a través
del Paso del Cuenco.
- No, ni un solo cliente
en todo el día -respondió la muchacha. Sus ojos se movieron intranquilos de un
lado a otro de la sala, como si temiese que en cualquier momento alguien
pudiese irrumpir a través de una ventana-. La gente está asustada -siguió
hablando la camarera sin cesar de mirar nerviosamente a su alrededor-. Todo el
mundo se ha refugiado en sus casas, con miedo a que los ejércitos de monstruos ataquen
la ciudad en cualquier momento.
- No puedo creerlo -dijo
Josuak observando el silencioso y vacío salón-. No puedo creer lo que está sucediendo
-repitió hablando para sí mismo.
- La milicia está
reclutando voluntarios -dijo la chica-. Pero casi nadie se ha unido al ejército,
todos tienen miedo. -su voz se quebró-. ¿Es que el ejército no nos salvará?
-preguntó mientras una lágrima empezaba a deslizarse por su sonrojada mejilla-.
Los caballeros de Stumlad están aquí. Con ellos defendiendo la ciudad no
tenemos nada que temer. -a pesar de las palabras de la mujer, ningún rastro de
esperanza se adivinaba en su voz-. Nada puede pasarnos mientras ellos nos
protejan... No pueden atacarnos... -se detuvo y miró descorazonada a los
mercenarios-. ¿Verdad? -preguntó con el aliento entrecortado por el temor y la desazón.
Josuak no contestó y miró
por una ventana la avenida de afuera. A través de los cristales empañados por
el vaho, la nieve caía lentamente, acumulándose sobre el empedrado. Las
taimadas luces del mediodía apenas iluminaban la calle vacía. Nadie transitaba
por la calzada; los comercios estaban cerrados y las puertas atrancadas. Tan
sólo una patrulla de diez milicianos cruzó la vía con urgencia en dirección al
centro de la ciudad. Una vez se perdieron por la avenida, la calle volvió a
quedar desierta.
09 septiembre 2013
La caída de Teshaner (XII)
La mañana despertó fría y
gris sobre la extensa sucesión de colinas que era la región de Terasdur. Bajo
un cielo nublado y de sol amortajado, la nieve caía en grandes y pausados copos
sobre el paraje desierto, por el que sólo el viento cruzaba ululante.
Josuak iba a la cabeza
del grupo de viajeros que recorría la anegada carretera. El mercenario caminaba
arropado con la capa de piel sobre los hombros y la capucha protegiéndole el
rostro. Sus ojos escrutaban el terreno mientras sus botas abrían un sendero en
la blancura, evitando aquellas zonas que parecían más inseguras, ya fuese por
la capa de nieve o por las traicioneras placas de hielo, intentando guiar a la expedición
por el camino más rápido hacia el sur. Tras él avanzaba Gorm, que portaba el
hacha apoyada sobre el hombro, sujetándola con mano tranquila. El rostro del
gigante estaba sereno, ajeno al frío, con el rizado cabello negro recogido en
una cola de caballo. Sus ojos grises observaban ausentes el triste paisaje mientras
sus descalzos pies ampliaban el trazo marcado por Josuak. Detrás de los dos
mercenarios caminaban los cinco soldados supervivientes, Haldik al frente de
ellos, y más allá los monjes de la hermandad de Korth, que cerraban la marcha.
Todos iban envueltos en sus abrigos y progresaban en cansadas zancadas en pos
de los dos guías. Haldik ayudaba a uno de los soldados, herido en el brazo derecho.
Kaliena caminaba junto a uno de sus hermanos y entre ambos apoyaban la marcha
de Sebashian, que había sufrido un profundo corte en su rodilla durante el
alocado descenso por el desfiladero. El orondo hombre resoplaba cansando, con
el rostro teñido de una permanente expresión de dolor.
Nadie en el grupo
pronunció una palabra durante aquella larga mañana de viaje hacia el sur.
Llevaban una jornada completa de infatigable marcha desde la noche en que
atravesaron el Paso del Cuenco, que había quedado infranqueable tras ellos. A
pesar de escapar de la horda de orkos, su situación era aún desesperada; no
tenían prácticamente víveres y sus ropas estaban empapadas. Su única opción era
regresar cuanto antes a Teshaner, reposando únicamente cuando la oscuridad
impedía continuar. Caminaron durante varias horas, mientras se lo permitió la
luz, tiempo justo para abandonar el desfiladero. Al llegar la noche, buscaron
abrigo en un saliente rocoso, apiñados contra la roca bajo la embestida del
helador viento del norte. Había sido una marcha muy dura. El soldado herido y
el corte en la rodilla de Sebashian habían retrasado aún más la travesía por
las colinas. Por si no fuera poco, varios de los monjes, los más ancianos, tenían
síntomas de pulmonía y no dejaban de toser agriamente. Su estado había ido
empeorando con cada milla que avanzaban.
Josuak se detuvo un
instante y contempló con preocupación al grupo que le seguía. Los rostros cansados, los ojos de mirada vacía,
las piernas que temblaban y caminaban con pesadez. Sí, el viaje había sido
duro, pero tenían que continuar. Las colinas no eran ya un lugar seguro; los
orkos podían reaparecer en cualquier momento, y con ellos esas malignas bestias
que les acompañaban. Josuak sintió un escalofrío al recordar los llameantes
ojos azules hundidos en aquel pelaje negro y sucio, lleno de restos de sangre
reseca y costras putrefactas.
Sin detener el paso, el
mercenario rememoró la conversación que habían tenido la noche después de abandonar
el desfiladero. Los monjes se preguntaban por aquellas criaturas que les habían
perseguido desde el monasterio. Nadie excepto Gorm las había visto antes.
- Son hiaullus -había
explicado el gigante-. Viven en las cumbres más altas de las montañas Durestes
y atacan a todo aquel que entra en su territorio. Mi pueblo ha luchado durante
generaciones contra los ayllus por el control de los picos, pero nunca había
visto tantos juntos. Es raro que bajen tan al sur.
Josuak apartó el recuerdo
y se concentró en su tarea. La invisible carretera proseguía en suaves repechos
antes de perderse en la niebla, que se alzaba como una espesa cortina
impidiendo ver más allá. Según sus cálculos, ya debían estar muy cerca de los
límites de la ciudad, a tan sólo unas pocas millas. Sus ojos detectaron
entonces un cartel de madera semienterrado en la nieve. La señal apenas
sobresalía unos centímetros del manto blanco y en ella se veía escrito en
adornadas letras “Teshaner” junto a una flecha que apuntaba al sur.
- Ya casi estamos
-informó. Volviéndose hacia el resto del grupo, trató de animarles y darles
fuerzas para finalizar el viaje.
Sin embargo, nadie
respondió. Los soldados y los monjes prosiguieron su lento caminar, encorvados
y arrastrándose por la nieve, sin parecer haber escuchado las palabras de Josuak.
Éste se encogió de hombros y continuó guiando a la exhausta comitiva.
No podían detenerse; el
peligro acechaba a sus espaldas. Sabía que era imposible que los orkos supervivientes
de la avalancha hubiesen atravesado el paso. Aún así, seguía intranquilo,
temeroso de que algo peor viniese tras ellos. En más de una ocasión durante la
larga jornada, el mercenario se había dado la vuelta, examinando el camino que
habían dejado atrás, aunque sin poder atravesar la niebla que les envolvía. El
sentimiento de peligro seguía atenazando la columna vertebral del mercenario.
No sabía por qué, pero debían darse prisa en alcanzar la ciudad.
- Vamos, vamos, no
podemos parar aquí -apremió a dos soldados que se habían detenido para tomar aliento.
- Josuak -le llamó
entonces Kaliena. La mujer dejó a Sebashian a cargo de otro de los monjes y
aceleró el paso para atraparle-. Me gustaría hablar contigo -le dijo al llegar
a su lado.
- Estamos a menos de
cinco millas de las puertas de la ciudad -respondió él, que no quería perder
más tiempo. La mujer mantuvo el paso del guerrero a la vez que volvía a hablar:
- He estado pensando en
lo sucedido, en el ataque de los orkos y la destrucción de nuestro monasterio.
–la voz de la religiosa trataba de sonar firme, aunque un leve temblor en sus
labios delató la desazón que le producía la muerte de los hermanos de su
orden-. Era un gran ejército de orkos, cientos de guerreros, armados y organizados.
- Sí, lo sé. Ya lo
contaste anoche.
- Temo que ese ejército
venga detrás nuestro -dijo Kaliena sin prestar atención al duro tono del
mercenario-. Temo que se propongan asaltar Teshaner.
Como respondiendo al
nombre de la urbe, la bruma se abrió en el horizonte ante ellos. La ciudad
apareció inmensa, recortándose su forma sobre el nebuloso horizonte. Las
murallas de piedra gris se alzaban imponentes muchos metros por encima del
nevado suelo, las almenas coronadas por garitas de vigilancia cada pocos metros.
Haldik y sus soldados contemplaron la ciudad con los ojos iluminados por la
esperanza y la alegría. Los monjes vieron también las legendarias torres de
Teshaner, elevándose por encima de los muros, las cúspides brillando en la
penumbra de la mañana. Al verlas, las máscaras de angustia que cubrían sus
rostros se resquebrajaron.
- Por fin -dijo Haldik,
agotado, pero su voz teñida de júbilo.
- Lo hemos logrado
-susurró uno de los monjes.
- Gracias Señor por tu
piedad -rezó otro de ellos.
El grupo prosiguió
avanzando hacia las murallas con renovadas energías. Josuak y Kaliena se
retrasaron un poco y pasaron a la retaguardia.
- Mira esos muros -dijo
él señalando los límites de la ciudad-. Ningún ejército de orkos, por numeroso
que sea, puede derribarlos.
- Sí, lo sé -aceptó
ella-. Sin embargo, creo que los orkos no son los únicos que se han reagrupado
para asolar los reinos del sur.
Josuak se detuvo y
aguardó en silencio a que la mujer se explicara.
- Durante el ataque al
monasterio sucedió algo. -Kaliena hizo una pausa-. No quiero hablar de ello
ahora, no aquí cuando aún estamos rodeados por el frío y la desolación. -volvió
a realizar una breve interrupción, como si tomase fuerzas para seguir
hablando-. Tengo que hablar con los dirigentes de la ciudad. He de advertirles
sobre lo que vi en el monasterio.
- ¿Qué sucedió? -preguntó
Josuak, intrigado al ver como el solo recuerdo producía semejante temor en la mujer.
- No, ahora no -negó
ella-. Pero me gustaría que tú y Gorm me acompañéis cuando me reúna con el Consejo
de la ciudad y con los caballeros de Stumlad. Quiero que contéis también lo que
habéis visto en estos días y las marcas que encontrasteis en el poblado de
leñadores.
- ¿Quieres que vayamos
como testigos? -preguntó Josuak, algo aturdido por la sorpresa-. ¿Por qué no
los monjes o los soldados, o el propio Haldik? Ellos podrían explicar también
lo sucedido.
- Sí, pero necesito que
expliquéis cómo quedó el poblado de los leñadores, que relatéis los detalles de
cómo fueron aniquiladas esas familias.
- De acuerdo -respondió
Josuak tras meditarlo un instante-. Si crees que es conveniente que hablemos
con el Consejo, lo haremos.
- Gracias. -Kaliena
pareció satisfecha y, sin decir nada más, se apresuró en alcanzar a los
compañeros de su orden. Josuak permaneció el último, viendo a la mujer apoyar
sobre su hombro a un debilitado monje y susurrarle palabras de ánimo a la vez
que señalaba las ya cercanas torres de Teshaner.
06 septiembre 2013
Crónicas de Valsorth - Turno 41
TURNO 41 – Uno de
marzo del año 340, Eras-Har.
Por la
mañana amanece un día nublado, aunque no amenaza nieve y los habitantes de
Eras-Har emprenden sus quehaceres habituales.
Fian decide
ir a la abadía a hablar con alguno de los religiosos sobre el culto al Rey Dios
que descubrieron en las alcantarillas. Después de presentarse ante uno de los
monjes, el Abad Auril acepta recibirle. El viejo clérigo escucha atentamente
las explicaciones del paladín sobre los encapuchados que raptaban gente para
sacrificarlos.
- Hace
semanas que lo maligno subyace en esta ciudad –dice el Abad-. Lo veo en las
calles, en la gente, en la podredumbre que se apodera de nuestra sociedad. El
que un culto así creciese no era más que cuestión de tiempo.
El Abad
agradece a Fian el que luchasen contra ese mal y consiguieran al menos evitar
los sacrificios. Después, cuando el paladín se ofrece para curar a los heridos,
le indica que se ponga en contacto con uno de los monjes de la sala de rezos.
Fian así lo
hace, y pasa el resto de la jornada dedicado a curar mediante sus rezos a los
heridos, que llegan a decenas después de producirse nuevos combates en las
barricadas durante la noche. Mientras Fian cura las heridas de un soldado, el
hombre, aturdido por la pérdida de sangre habla sin sentido.
- La niebla
nos atacó... –balbucéa febrilmente-. La niebla se llevó a Joril entre gritos, y
luego su sangre cayó como una lluvia sobre nosotros... ni siquiera pudo gritar.
Fian
consigue curar al hombre,
que queda dormido en un jergón sobre el suelo.
A cambio de
su ayuda, el paladín pide al monje encargado información sobre adquirir algún
objeto relacionado con Korth que pueda mejorar sus milagros.
- Oh,
quizás te interese conseguir una Cruz Sagrada –le explica el monje-. Se trata
de un símbolo de Korth que aumenta el terror que las criaturas de ultratumba
sienten por nuestra luz. Sin embargo, elaborar una de estas cruces es muy costoso,
ya que se necesita plata y largos rituales de rezos.
Mientras, a
la elfa Mirul le indifiere totalmente si el sargento Dele’Or se apunta el tanto
del rescate del joven Eban, así que el día libre lo aprovecha para investigar
por ahí sobre los encapuchados y su relación con la ciudad. Evitando la zona
norte, la mujer pasea por la ciudad y el mercado preguntando a la gente sobre
el tema, y sobretodo sobre el acantarillado subterráneo (prueba de Recabar
información, sacas un 6). Sin embargo, la gente se muestra esquiva y dicen no
saber nada sobre encapuchados, raptos o criaturas que habiten en las
alcantarillas.
Caída la
tarde, Mirul dedica su tiempo a aprender nuevos conjuros, dedicando horas al
estudio, de modo que aprende el arte de lanzar bolas de fuego y otro conjuro
menor (gastas los 2 puntos de personaje y aprendes Bola de Fuego de magnitud 3
y queda por elegir entre Invocar monstruo 1 o Orden imperiosa).
Por otro
lado, el bárbaro Olf se va por la mañana a la calle de las Vasijas, y camina
entre los puestos del gremio de los herreros. Su intención es comprar una
armadura que le proteja mejor en el combate. Como sólo es competente con
armaduras ligeras y teniendo poco más de 100 monedas de plata, debe conformarse
con una armadura de cuero tachonado. Olf paga el dinero al herrero y
regresa hacia el centro de la ciudad.
Ya caída la
noche, vuelve al salón del Picho y la Jarra, a tomar una cerveza y ver si
descubre algo sobre el alcantarillado. Escuchando a un viejo borracho, el bárbaro se entera de que las
alcantarillas de la ciudad son una red de túneles angostos, que vierten las
aguas sucias a la corriente del río Durn.
Después,
Olf se enzarza en un juego de dados con dos mercenarios llegados del sur, dos
hombres de tez negra y gestos hoscos. Durante una hora juegan al famoso juego
de las 5 estrellas, pero Olf acaba perdiendo su dinero.
Tras este
desastre, Olf regresa a la barra, donde ya bastante borracho flirtea con una
mujer de los yelmos negros que bebe taciturna y sin hablar con nadie. La mujer ignora al bárbaro y sigue bebiendo de su odre
de vino, hasta que Olf se cansa, mira hastiado alrededor y decide volver
tambaleándose hacia el fuerte de la milicia.
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05 septiembre 2013
Defensores de Korth, ilustraciones
Quizás ya la hayáis visto en las redes sociales, pero aquí tenéis la portada del próximo suplemento de El Reino de la Sombra que saldrá el próximo octubre. También podéis ver más abajo algunas de las ilustraciones interiores del libro ¿Qué os parecen?
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02 septiembre 2013
La caída de Teshaner (XI)
El descenso por la
abrupta pendiente era rápido y peligroso. Josuak consiguió mantenerse en pie
una veintena de metros, saltando a grandes zancadas y usando las manos para
mantener el equilibrio. De pronto, sus botas se hundieron en la nieve y la
inercia le hizo saltar varios metros, cayendo de bruces y continuando la bajada
a base de trompazos e incontrolados vuelcos. Los ojos y la boca se llenaron de
nieve.
Cegado, sintió un
terrible impacto en la cabeza. Siguió dando vueltas y vueltas. Su espalda se
arqueó dolorosamente, el brazo derecho golpeó contra una piedra y un terrible
latigazo recorrió su extremidad. Tras varios revolcones más, su cuerpo aterrizó
de espaldas y puso fin a la frenética caída. El mercenario sentía un millar de
puntos dolorosos en su cuerpo, todos diferentes; su cabeza era aplastada por
una maza de piedra, su espalda era torturada por unas terribles tenazas, sus
brazos ardían y sus manos se habían convertido en dos bloques de hielo. A pesar
de todo, consiguió enderezarse hasta quedar sentado, de cara hacia el desnivel
por el que acababa de precipitarse y por el que bajaban los soldados.
Haldik era el más rápido.
Con la espada aún empuñada en la mano derecha, resbalaba hábilmente entre el hielo
y la nieve. Le seguían dos soldados, torpes en comparación a su mando, y con
numerosos problemas para no quedar rezagados. La primera de las bestias
apareció tras ellos. La enorme criatura surgió de la oscuridad de la cumbre,
bajando a increíble velocidad y acortando la distancia con el último soldado.
Josuak trató de
avisarles, pero las palabras se negaron a surgir, debido a su aliento helado.
Sin embargo, el joven miliciano debió percibir la muerte a su espalda. Un
momento antes de ser alcanzado, el joven se volvió, justo a tiempo de ver a la
salvaje fiera arrojarse sobre él.
Las fauces se cerraron
alrededor del cuello del soldado y ambos, hombre y bestia, se hundieron en la
nieve, donde el espeso pelo negro del horrible cazador se revolvió mientras
daba un sangriento fin a la vida del muchacho. Esto dio un valioso tiempo a
Haldik y el otro soldado, que terminaron su bajada mientras los horribles
gritos retumbaron en el desfiladero.
Una vez a su lado, Haldik
tendió una mano a Josuak, que se puso en pie con dificultad. Al momento buscó a
Gorm en la oscuridad del nevado pasaje. El gigante corría en retirada
acompañado de Kaliena. Ambos se dirigían hacia el grupo de monjes y guerreros,
quienes aguardaban medio centenar de metros más allá, sin moverse, demasiado
cansados o aterrorizados para continuar huyendo. Josuak volvió a mirar hacia el
desnivel y vio a tres de aquellos demonios iniciar el descenso.
- Vamos -consiguió decir
y reanudó la carrera acompañado por Josuak y el otro miliciano. Los tres
hombres avanzaron, sus piernas hundiéndose profundamente en la nieve, haciendo
tan difícil correr por ella como vadear un río de aguas turbulentas. A pesar de
ello, alcanzaron a Gorm y Kaliena poco antes de llegar al lugar donde esperaban
petrificados los monjes y el resto de los milicianos.
Sebashian aguardaba
encorvado, con las manos apoyadas sobre la abultada barriga, mientras trataba
de respirar. Sus compañeros de la orden de Korth se recuperaban también del
esfuerzo, apoyados sobre los hombros de los soldados que les habían ayudado en
la huida. Ninguno parecía haber reparado en la aparición de las salvajes
bestias de pelaje negro.
- ¡Seguid corriendo! -les
gritó Josuak. Monjes y soldados alzaron las miradas con cansancio. Al hacerlo,
sus ojos se encontraron con unos destellos azulados que surgían en ese instante
de la brumosa oscuridad del desfiladero. Los enormes lobos negros aparecieron
como demonios surgidos de las profundidades, sus patas haciendo saltar la nieve
mientras emitían brutales tañidos de maldad.
- ¡Corred, he dicho!
-repitió Josuak a los asustados monjes a la vez que empujaba a uno de ellos
para obligarle a moverse. Los religiosos dudaron.
- ¡Atrás! -ordenó
entonces Haldik a los soldados supervivientes. Al oír la voz de su mando, los hombres
arrancaron a andar, torpemente y con los ojos perdidos. Pero se movieron, al
fin y al cabo, y arrastraron con ellos a los monjes. Josuak detuvo al último
soldado y le arrancó la ballesta que sujetaba con manos temblorosas.
- Necesito esto -le dijo
y cogió también el pequeño carcaj antes de que el soldado retrocediera
asustado.
El demoníaco trío de
veloces bestias progresaba en su carrera sobre la nieve y ya se encontraban a
menos de un centenar de pasos. Tras ellos, desde la distancia, se oía el rumor
de las roncas voces de los orkos. Sus gritos de júbilo se acercaban.
Josuak cargó uno de los
virotes en la ballesta y examinó las nevadas cumbres que formaban las paredes
del Paso del Cuenco. Sin pensarlo ni un instante, alzó la ballesta hacia el
oscuro cielo del anochecer e hizo chascar la ballesta. El proyectil cruzó el
aire con un débil silbido y desapareció entre las nieves que se acumulaban en
la nevada cima del acantilado.
- ¿Qué intentas hacer?
-preguntó Gorm mirando extrañado a su amigo. Kaliena, que permanecía junto al gigante,
también inquirió al mercenario por sus intenciones. Josuak murmuró una
maldición y señaló con la ballesta a lo alto.
- Si consiguiese hacer
caer esa nieve... -explicó, negando con la cabeza y sin terminar la frase.
Los gigantescos lobos de
pelaje negro se acercaban, con la luz azulada del odio reluciendo en su mirada.
- Entiendo -asintió
Kaliena y observó las nieves acumuladas en las paredes del pasaje natural-. Yo
puedo hacerlo, con la ayuda de mi Dios. Pero necesitaré tiempo -añadió
escuetamente.
- Yo te lo proporcionaré
-dijo Josuak a la vez que se arrodillaba. Dejó el carcaj a su lado y agarró de
su interior uno de los virotes. A pesar de que no confiaba demasiado en la
ayuda divina, sabía del poder mágico que algunos monjes tenían sobre los
elementos.
Entretanto, Kaliena clavó
su vara en la nieve y juntó las palmas de sus manos sobre el pecho. Inclinando
la cabeza, sus ojos se cerraron y, lentamente, empezó a pronunciar unas
extrañas palabras que los dos mercenarios reconocieron como pertenecientes al
lenguaje de la magia.
- Korth., otórgame tu
gracia… -recitó la monje guerrera.
Las bestias continuaban
su imparable avance. Una saliva oscura goteaba de sus fauces repletas de
sarnosos colmillos. Josuak cargó un proyectil en la ballesta y tensó la cuerda.
Apuntó durante un segundo y accionó el disparador. La flecha surgió con un
chasquido y voló rauda para incrustarse en el ojo de uno de los gigantescos
lobos, que cayó pesadamente sobre la nieve en una polvareda blanca. Josuak
buscó un virote mientras otras dos fieras se acercaban a gran velocidad. Volvió
a disparar y acertó de nuevo, esta vez en el peludo lomo de una de ellas. Pero
la criatura apenas se inmutó y prosiguió su embestida, encontrándose ya a pocos
metros de ellos. Josuak alargó su mano y recogió otro proyectil, lo cargo y
disparó sin tiempo para apuntar. El proyectil se hundió entre los llameantes
ojos de la bestia, la cual emitió un corto estertor de muerte y se derrumbó
estrepitosamente en la nieve. Sin embargo, la última de las criaturas rebasó a
gran velocidad el cuerpo de su compañera caída y se dispuso a atacar.
Kaliena seguía murmurando
su arcano encantamiento, totalmente ausente de lo que sucedía a su alrededor.
Josuak trató de asir su
espada. La bestia dio un par de amplias zancadas y saltó hacia el arrodillado humano,
que se encontraba indefenso. Las fauces se abrieron y las garrudas patas se
extendieron en el aire buscando el pecho del mercenario.
Justo antes de que
alcanzaran su objetivo, una masa azulada se interpuso en el camino del atacante
y, embistiéndola por el costado, derribó a la furiosa bestia. Era Gorm quien
había salvado a Josuak. El gigante se enzarzó en una violenta lucha cuerpo a
cuerpo con el monstruoso ser, levantando un torbellino de polvo blanco. Se oían
los ladridos de la fiera y una serie de gritos guturales llenos de salvajismo.
Josuak se puso en pie, la ballesta cargada y dispuesta para disparar. Pero no
podía diferenciar al gigante de su enemigo, ya que se movían muy rápido, dando
vueltas sin cesar y revolcándose por la nieve. El hombre aguardó hasta que,
tras largos segundos, los dos contendientes cesaron en su forcejeo.
Gorm se alzó sobre el
cuerpo de la bestia, que quedó inerte. El gigante respiraba con dificultad y
numerosos cortes sangrantes cruzaban su abultado pecho, el cual subía y bajaba
con rapidez con cada una de sus respiraciones.
- ¿Estás bien? -preguntó
Josuak con gesto preocupado. Gorm asintió con un gruñido.
En ese momento, el suelo
se estremeció de nuevo bajo ellos. Josuak y Gorm miraron hacia la oscurecida pendiente
y vieron descender por ella a seis más de aquellas criaturas. Tras ellas,
marchando triunfantes, bajaba las tropas de orkos, armados de acero y odio.
- ¡Oh, Korth, actúa
ahora! -gritó Kaliena entonces y su voz atronó en el desfiladero.
Los dos mercenarios se
volvieron y observaron a la mujer. La monje guerrera se encontraba erguida cuan
alta era, su pelo negro ondeando al viento y la capa abierta mostrando la
armadura de cuero que vestía debajo. Alzando las manos, apuntó hacia un punto
elevado del acantilado. Los ojos negros parecían sumidos en un profundo trance
mientras sus labios se abrían y volvían a hablar.
- ¡Korth, usa tu poder y
cierra el camino sobre nuestros enemigos! -bramó y, justo en el momento en que pronunciaba
la última palabra, una espiral de resplandeciente luz, clara como la mañana,
surgió de la punta de sus dedos. El rayo cruzó el anochecer, iluminando los
cortados bordes y estrellándose en lo alto del desfiladero. Una explosión
sacudió el risco y la nieve saltó despedida en una infinidad de partículas. Un estruendoso
trueno resquebrajó el silencio y los grandes bloques empezaron a deslizarse,
resbalando lentamente hasta caer al vacío. El blanco elemento derribó otras
capas y, a medida que descendía por la pared, fue desprendiendo y arrancando
más y más nieve hasta provocar una enorme avalancha. La gigantesca ola arrasó
la base del desfiladero, aplastando bajo ella a las bestias y a la primera
decena de orkos que iban detrás. Los monstruos tuvieron apenas tiempo de alzar
las miradas antes de ser engullidos por la nieve.
Josuak, Gorm y Kaliena,
permanecieron en pie viendo cómo los últimos peñascos de hielo caían como solidificados
rayos enviados por un dios enfurecido. La nieve había sepultado a sus enemigos
y se había acumulado en el centro del desfiladero, impidiendo el paso a través
de él. Los alaridos bestiales y los gritos de júbilo habían muerto. El Paso del
Cuenco estaba cerrado.
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