Josuak iba a la cabeza
del grupo de viajeros que recorría la anegada carretera. El mercenario caminaba
arropado con la capa de piel sobre los hombros y la capucha protegiéndole el
rostro. Sus ojos escrutaban el terreno mientras sus botas abrían un sendero en
la blancura, evitando aquellas zonas que parecían más inseguras, ya fuese por
la capa de nieve o por las traicioneras placas de hielo, intentando guiar a la expedición
por el camino más rápido hacia el sur. Tras él avanzaba Gorm, que portaba el
hacha apoyada sobre el hombro, sujetándola con mano tranquila. El rostro del
gigante estaba sereno, ajeno al frío, con el rizado cabello negro recogido en
una cola de caballo. Sus ojos grises observaban ausentes el triste paisaje mientras
sus descalzos pies ampliaban el trazo marcado por Josuak. Detrás de los dos
mercenarios caminaban los cinco soldados supervivientes, Haldik al frente de
ellos, y más allá los monjes de la hermandad de Korth, que cerraban la marcha.
Todos iban envueltos en sus abrigos y progresaban en cansadas zancadas en pos
de los dos guías. Haldik ayudaba a uno de los soldados, herido en el brazo derecho.
Kaliena caminaba junto a uno de sus hermanos y entre ambos apoyaban la marcha
de Sebashian, que había sufrido un profundo corte en su rodilla durante el
alocado descenso por el desfiladero. El orondo hombre resoplaba cansando, con
el rostro teñido de una permanente expresión de dolor.
Nadie en el grupo
pronunció una palabra durante aquella larga mañana de viaje hacia el sur.
Llevaban una jornada completa de infatigable marcha desde la noche en que
atravesaron el Paso del Cuenco, que había quedado infranqueable tras ellos. A
pesar de escapar de la horda de orkos, su situación era aún desesperada; no
tenían prácticamente víveres y sus ropas estaban empapadas. Su única opción era
regresar cuanto antes a Teshaner, reposando únicamente cuando la oscuridad
impedía continuar. Caminaron durante varias horas, mientras se lo permitió la
luz, tiempo justo para abandonar el desfiladero. Al llegar la noche, buscaron
abrigo en un saliente rocoso, apiñados contra la roca bajo la embestida del
helador viento del norte. Había sido una marcha muy dura. El soldado herido y
el corte en la rodilla de Sebashian habían retrasado aún más la travesía por
las colinas. Por si no fuera poco, varios de los monjes, los más ancianos, tenían
síntomas de pulmonía y no dejaban de toser agriamente. Su estado había ido
empeorando con cada milla que avanzaban.
Josuak se detuvo un
instante y contempló con preocupación al grupo que le seguía. Los rostros cansados, los ojos de mirada vacía,
las piernas que temblaban y caminaban con pesadez. Sí, el viaje había sido
duro, pero tenían que continuar. Las colinas no eran ya un lugar seguro; los
orkos podían reaparecer en cualquier momento, y con ellos esas malignas bestias
que les acompañaban. Josuak sintió un escalofrío al recordar los llameantes
ojos azules hundidos en aquel pelaje negro y sucio, lleno de restos de sangre
reseca y costras putrefactas.
Sin detener el paso, el
mercenario rememoró la conversación que habían tenido la noche después de abandonar
el desfiladero. Los monjes se preguntaban por aquellas criaturas que les habían
perseguido desde el monasterio. Nadie excepto Gorm las había visto antes.
- Son hiaullus -había
explicado el gigante-. Viven en las cumbres más altas de las montañas Durestes
y atacan a todo aquel que entra en su territorio. Mi pueblo ha luchado durante
generaciones contra los ayllus por el control de los picos, pero nunca había
visto tantos juntos. Es raro que bajen tan al sur.
Josuak apartó el recuerdo
y se concentró en su tarea. La invisible carretera proseguía en suaves repechos
antes de perderse en la niebla, que se alzaba como una espesa cortina
impidiendo ver más allá. Según sus cálculos, ya debían estar muy cerca de los
límites de la ciudad, a tan sólo unas pocas millas. Sus ojos detectaron
entonces un cartel de madera semienterrado en la nieve. La señal apenas
sobresalía unos centímetros del manto blanco y en ella se veía escrito en
adornadas letras “Teshaner” junto a una flecha que apuntaba al sur.
- Ya casi estamos
-informó. Volviéndose hacia el resto del grupo, trató de animarles y darles
fuerzas para finalizar el viaje.
Sin embargo, nadie
respondió. Los soldados y los monjes prosiguieron su lento caminar, encorvados
y arrastrándose por la nieve, sin parecer haber escuchado las palabras de Josuak.
Éste se encogió de hombros y continuó guiando a la exhausta comitiva.
No podían detenerse; el
peligro acechaba a sus espaldas. Sabía que era imposible que los orkos supervivientes
de la avalancha hubiesen atravesado el paso. Aún así, seguía intranquilo,
temeroso de que algo peor viniese tras ellos. En más de una ocasión durante la
larga jornada, el mercenario se había dado la vuelta, examinando el camino que
habían dejado atrás, aunque sin poder atravesar la niebla que les envolvía. El
sentimiento de peligro seguía atenazando la columna vertebral del mercenario.
No sabía por qué, pero debían darse prisa en alcanzar la ciudad.
- Vamos, vamos, no
podemos parar aquí -apremió a dos soldados que se habían detenido para tomar aliento.
- Josuak -le llamó
entonces Kaliena. La mujer dejó a Sebashian a cargo de otro de los monjes y
aceleró el paso para atraparle-. Me gustaría hablar contigo -le dijo al llegar
a su lado.
- Estamos a menos de
cinco millas de las puertas de la ciudad -respondió él, que no quería perder
más tiempo. La mujer mantuvo el paso del guerrero a la vez que volvía a hablar:
- He estado pensando en
lo sucedido, en el ataque de los orkos y la destrucción de nuestro monasterio.
–la voz de la religiosa trataba de sonar firme, aunque un leve temblor en sus
labios delató la desazón que le producía la muerte de los hermanos de su
orden-. Era un gran ejército de orkos, cientos de guerreros, armados y organizados.
- Sí, lo sé. Ya lo
contaste anoche.
- Temo que ese ejército
venga detrás nuestro -dijo Kaliena sin prestar atención al duro tono del
mercenario-. Temo que se propongan asaltar Teshaner.
Como respondiendo al
nombre de la urbe, la bruma se abrió en el horizonte ante ellos. La ciudad
apareció inmensa, recortándose su forma sobre el nebuloso horizonte. Las
murallas de piedra gris se alzaban imponentes muchos metros por encima del
nevado suelo, las almenas coronadas por garitas de vigilancia cada pocos metros.
Haldik y sus soldados contemplaron la ciudad con los ojos iluminados por la
esperanza y la alegría. Los monjes vieron también las legendarias torres de
Teshaner, elevándose por encima de los muros, las cúspides brillando en la
penumbra de la mañana. Al verlas, las máscaras de angustia que cubrían sus
rostros se resquebrajaron.
- Por fin -dijo Haldik,
agotado, pero su voz teñida de júbilo.
- Lo hemos logrado
-susurró uno de los monjes.
- Gracias Señor por tu
piedad -rezó otro de ellos.
El grupo prosiguió
avanzando hacia las murallas con renovadas energías. Josuak y Kaliena se
retrasaron un poco y pasaron a la retaguardia.
- Mira esos muros -dijo
él señalando los límites de la ciudad-. Ningún ejército de orkos, por numeroso
que sea, puede derribarlos.
- Sí, lo sé -aceptó
ella-. Sin embargo, creo que los orkos no son los únicos que se han reagrupado
para asolar los reinos del sur.
Josuak se detuvo y
aguardó en silencio a que la mujer se explicara.
- Durante el ataque al
monasterio sucedió algo. -Kaliena hizo una pausa-. No quiero hablar de ello
ahora, no aquí cuando aún estamos rodeados por el frío y la desolación. -volvió
a realizar una breve interrupción, como si tomase fuerzas para seguir
hablando-. Tengo que hablar con los dirigentes de la ciudad. He de advertirles
sobre lo que vi en el monasterio.
- ¿Qué sucedió? -preguntó
Josuak, intrigado al ver como el solo recuerdo producía semejante temor en la mujer.
- No, ahora no -negó
ella-. Pero me gustaría que tú y Gorm me acompañéis cuando me reúna con el Consejo
de la ciudad y con los caballeros de Stumlad. Quiero que contéis también lo que
habéis visto en estos días y las marcas que encontrasteis en el poblado de
leñadores.
- ¿Quieres que vayamos
como testigos? -preguntó Josuak, algo aturdido por la sorpresa-. ¿Por qué no
los monjes o los soldados, o el propio Haldik? Ellos podrían explicar también
lo sucedido.
- Sí, pero necesito que
expliquéis cómo quedó el poblado de los leñadores, que relatéis los detalles de
cómo fueron aniquiladas esas familias.
- De acuerdo -respondió
Josuak tras meditarlo un instante-. Si crees que es conveniente que hablemos
con el Consejo, lo haremos.
- Gracias. -Kaliena
pareció satisfecha y, sin decir nada más, se apresuró en alcanzar a los
compañeros de su orden. Josuak permaneció el último, viendo a la mujer apoyar
sobre su hombro a un debilitado monje y susurrarle palabras de ánimo a la vez
que señalaba las ya cercanas torres de Teshaner.
No hay comentarios:
Publicar un comentario