La llegada del grupo a
las puertas de la ciudad provocó un gran revuelo. Los campesinos, comerciantes,
niños y bribones que deambulaban al mediodía por las inmediaciones de la
muralla se quedaron observando curiosamente cómo los soldados y los monjes,
varios de ellos heridos y todos con claros síntomas de haber realizado un
peligroso viaje, se acercaban al gran túnel que conducía al interior de la
ciudad. Los guardias que estaban apostados ante las verjas corrieron a recibir
a los recién llegados una vez reconocieron a Haldik y los otros milicianos
entre ellos.
- ¿Qué ha pasado?
-preguntó el soldado de mayor rango, un veterano guerrero de escaso pelo gris y
bigote oscuro, mientras examinaba con atención a los viajeros.
- Señor, he de hablar
inmediatamente con el Capitán de la Guardia -dijo Haldik, irguiéndose y
tratando de que su voz sonase grave. El guardia miró al mando de los soldados,
examinando el raído uniforme que vestía y deteniéndose en los cansados ojos
azules del hombre.
- ¿De qué se trata,
Haldik? Dime qué os ha sucedido -insistió el hombre y posó una reconciliadora
mano sobre el brazo de Haldik.
- Lo siento, señor
-respondió Haldik con el mismo tono formal-. He de informar inmediatamente al
Capitán Gorka.
- Está bien -dijo el
guardia haciéndose a un lado-. Dejadles pasar -ordenó al resto de guerreros que
custodiaban la entrada-. Vosotros, acompañadles hasta los cuarteles -mandó a
los cinco que estaban más próximos, que caminaron junto al grupo de viajeros a
lo largo del túnel. Una vez salieron a la plaza del otro lado, los monjes de la
hermandad de Korth se volvieron hacia los soldados.
- Nosotros nos dirigimos
a nuestra abadía -dijo Sebashian, el afable gesto del monje desaparecido bajo
una máscara de absoluta extenuación-. Quería darles las gracias por todo lo que
han hecho por nosotros –el hombre miró uno por uno a Haldik y sus soldados. Los
milicianos aceptaron la gratitud de los monjes con leves reverencias. Luego
vino el turno de Gorm y Josuak. El monje les agradeció en pocas palabras la
ayuda prestada y les instó a pasar al día siguiente por la abadía de la orden
para recibir su merecida recompensa.
Una vez terminadas las
despedidas, los monjes se dieron la vuelta y cruzaron la plaza en dirección a
una de las calles laterales.
- Josuak -le llamó
Kaliena, rezagándose un instante-. Recuerda lo que te he dicho antes. Trataré
de ser recibida por los caballeros de Stumlad esta misma tarde. Espero que Gorm
y tú podáis acompañarme.
- Por supuesto -dijo
Josuak y esbozó una breve sonrisa-. Todo lo que la dama desee nosotros lo realizaremos
con sumo placer. -realizando una exagerada reverencia, el guerrero acarició la
enguantada mano de la mujer y la besó con delicadeza.
- No es momento para
bromas -respondió gélidamente Kaliena retirando la mano-. Sólo quiero saber si vendréis
conmigo o no.
- Sí -Josuak se echó
hacia atrás pero no borró su sonrisa-, nos hospedamos en “La buena Estrella”.
¿La conoces?
La mujer asintió y,
dándose la vuelta, se encaminó tras sus compañeros.
- Iré a buscaros cuando
sea la hora -dijo simplemente y atravesó la nevada plaza hacia la calle por la
que los monjes se habían internado.
Josuak y Gorm se quedaron
junto a los soldados. Haldik se encontraba dictando órdenes a varios de ellos e
instándoles a ir rápidamente a los cuarteles de la guardia a avisar al Capitán.
Josuak se acercó al mando de los guerreros para despedirse de ellos.
- ¡Enemigos! -un grito
rompió de repente el rumor de voces de la plaza. Los ciudadanos que en ella se encontraban
se quedaron callados y, sin entender que sucedía, alzaron sus miradas hacia las
almenas de la muralla. Allí, en lo alto del enorme bastión, descubrieron a un
vigía de la milicia.
- ¡Enemigos! -el soldado
volvió a gritar tan fuerte como sus pulmones le permitían, señalando un punto indefinido
en la lejanía.
Entonces, otro vigía,
situado también en la muralla pero un centenar de pasos más al este, profirió
otro grito de alarma:
- ¡Enemigos, enemigos!
-bramó, su alarido teñido por el temor.
En un instante, todos los
guardias de la muralla surgieron uno por uno de sus puestos y dieron la alarma.
- ¡Al norte, enemigos!
- ¡Avisad a la milicia!
- ¡A las armas, a las
armas!
La gente, asustada por
los avisos, salió corriendo en todas direcciones, y una gran confusión se
adueñó de la plaza. Haldik obligó a sus hombres a ir inmediatamente a los
cuarteles y, acto seguido, corrió hacia una de las escaleras de piedra que
conducía al paseo de la muralla. Josuak y Gorm, haciendo caso omiso de las ansiosas
preguntas de los ciudadanos, siguieron a Haldik por la escalera. Abriéndose
paso entre la muchedumbre, alcanzaron el alto y se hicieron un hueco al borde
de las almenas, atestadas de curiosos. Por fin pudieron ver aquello que había
provocado semejante alboroto.
La niebla formaba una
densa película en el horizonte, extendiéndose desde el nevado terreno hasta el
cielo cubierto de nubes, de tal forma que no se distinguía donde acababa uno y
empezaba el otro. De entre la fantasmal bruma surgía un caudal interminable de
figuras oscuras, apenas unos puntos negros en la grisácea blancura, que se
abrían paso en dirección a la ciudad. Las indefinidas formas eran ya cientos, arremolinándose
en grandes grupos como si de organizadas hormigas se tratase. Más y más figuras
surgían de la niebla y, en apenas unos segundos, dio la impresión de que todo
el horizonte había sido ya recubierto de negro.
- ¡Enemigos al este! -llegó
hasta la almena el lejano grito de un vigía.
- ¡Enemigos al oeste! -se
escuchó la voz de otro soldado.
Entonces el repiqueteo de
las campañas recorrió el gélido ambiente de la mañana. El lento tañido de la
torre del campanario retumbó en las calles. Era la señal de peligro, avisando a
todos los pobladores de que debían guarecerse con rapidez dentro de la
amurallada urbe.
Gorm y Josuak
contemplaron desde la atalaya cómo los ciudadanos que vivían a la base de los
muros corrían despavoridos hacia las grandes puertas. Entretanto, la oscuridad
fue aumentando en la lejanía, mientras una infinidad de enemigos se apostaba en
la llanura, cubriendo lentamente de negro la nieve.
La Buena Estrella estaba
vacía a primera hora de la tarde. Era extraño ver el gran salón completamente desierto,
las innumerables mesas limpias, las sillas ordenadas, el suelo impoluto, sin
restos de comida o jarras de cerveza. Una de las camareras, la mayor de las
hijas de Burk, aguardaba sentada junto a la entrada de la posada, con un paño
en la mano y la pierna temblando incontroladamente bajo la mesa. No había voces
alegres, ni risas, ni gritos eufóricos pidiendo más bebida. El silencio del
salón sólo era roto por el crepitar del fuego de la chimenea que ardía
inútilmente en la pared del fondo.
Josuak y Gorm bajaron de
sus habitaciones y se quedaron sorprendidos al contemplar el inusual aspecto
que ofrecía la posada más bulliciosa de todo Teshaner.
- ¿No hay nadie?
-preguntó Josuak. Iba vestido con ropas limpias y se había recogido el cabello,
dejando tan sólo un par de trenzas caer libremente por encima de sus mejillas.
Gorm llevaba puesto el gran taparrabos que siempre usaba, pero su piel azulada
aparecía limpia y brillante. Un grueso vendaje cubría su pierna izquierda,
alrededor del muslo, y recordaba la herida sufrida durante el viaje a través
del Paso del Cuenco.
- No, ni un solo cliente
en todo el día -respondió la muchacha. Sus ojos se movieron intranquilos de un
lado a otro de la sala, como si temiese que en cualquier momento alguien
pudiese irrumpir a través de una ventana-. La gente está asustada -siguió
hablando la camarera sin cesar de mirar nerviosamente a su alrededor-. Todo el
mundo se ha refugiado en sus casas, con miedo a que los ejércitos de monstruos ataquen
la ciudad en cualquier momento.
- No puedo creerlo -dijo
Josuak observando el silencioso y vacío salón-. No puedo creer lo que está sucediendo
-repitió hablando para sí mismo.
- La milicia está
reclutando voluntarios -dijo la chica-. Pero casi nadie se ha unido al ejército,
todos tienen miedo. -su voz se quebró-. ¿Es que el ejército no nos salvará?
-preguntó mientras una lágrima empezaba a deslizarse por su sonrojada mejilla-.
Los caballeros de Stumlad están aquí. Con ellos defendiendo la ciudad no
tenemos nada que temer. -a pesar de las palabras de la mujer, ningún rastro de
esperanza se adivinaba en su voz-. Nada puede pasarnos mientras ellos nos
protejan... No pueden atacarnos... -se detuvo y miró descorazonada a los
mercenarios-. ¿Verdad? -preguntó con el aliento entrecortado por el temor y la desazón.
Josuak no contestó y miró
por una ventana la avenida de afuera. A través de los cristales empañados por
el vaho, la nieve caía lentamente, acumulándose sobre el empedrado. Las
taimadas luces del mediodía apenas iluminaban la calle vacía. Nadie transitaba
por la calzada; los comercios estaban cerrados y las puertas atrancadas. Tan
sólo una patrulla de diez milicianos cruzó la vía con urgencia en dirección al
centro de la ciudad. Una vez se perdieron por la avenida, la calle volvió a
quedar desierta.
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