Josuak descansaba sentado
en la piedra del suelo, la espalda apoyada sobre la almena. A pesar de que el
amanecer estaba próximo, la oscuridad era total en la muralla, siendo las
antorchas que pendían de los muros la única fuente de luz. La nieve había cesado
de caer durante la noche y en aquella primera hora del día ya había sido
barrida por el ir y venir de los soldados. El clima era tan desapacible que el
frío llegaba a lo más profundo, helando hasta el ánimo de los hombres, que
aguardaban en la atalaya en silencio y observaban con preocupación el manto de
negrura que se extendía ante ellos. Josuak se frotó el rostro tratando
inútilmente de calentarlo y cubrió su boca con las manos para suavizar el congelado
aire que respiraba. Un nuevo escalofrío le sacudió el cuerpo cuando una ráfaga
de viento glacial barrió el alto de la muralla. El mercenario vestía su usual
cota de mallas, pero se había desprovisto de la capa verde, sabiendo que más
adelante resultaría un estorbo. Se había recogido también el pelo por una tira de
cuero, dejando despejada la frente bajo la que resaltaban sus castaños iris.
Tras murmurar una maldición por el frío, desvió la mirada a su derecha. Inmune
gélido viento, Gorm escrutaba el oscuro amanecer con rostro impasible. El
gigante reposaba los brazos sobre la empuñadura de su enorme hacha, observando
con indiferencia la planicie donde las hordas de orkos preparaban el primer
ataque contra la ciudad. Josuak sacudió las manos sobre las pantorrillas y
agarró la espada que yacía a su izquierda. Cerrando los dedos sobre la
empuñadura, alzó el arma y contempló ensimismado la hoja, recién afilada por
uno de los herreros que atendían a la guarnición. Observó la espada durante
unos momentos, para después ponerse en pie y guardarla en la funda de su
cintura.
- ¿Qué pasa ahí fuera?
-le preguntó a Gorm, apoyándose sobre la parapeto y examinando también el exterior
de la ciudad.
- Ya queda poco
-respondió escuetamente el gigante.
Josuak no dijo nada y se
dio la vuelta hacia el centenar de hombres que formaban la guarnición encargada
de defender aquel tramo de muralla. En su mayoría se trataba de campesinos y
trabajadores, de fuerte constitución y acostumbrados a usar la azada, pero que
sostenían con manos inseguras las espadas que les habían entregado en los
cuarteles de la milicia. Ninguno de ellos sabría cómo reaccionar en una
batalla, por lo que en el grupo había una decena de soldados, mercenarios y
aventureros. Estos tendrían que llevar el peso de la lucha, ayudando e
instruyendo a los campesinos a la vez que trataban de mantenerse con vida.
Uno de los soldados, un
hombre ya mayor y de abultada barriga, había sido designado para dirigir
aquella guarnición. Su nombre era Hilnek, y a pesar de tratar de aparentar
serenidad, sus ojos delataban que estaba tan asustado como cualquiera de los
campesinos.
Josuak y Gorm fueron
destinados a esa guarnición durante la noche anterior. Nada más concluir la asamblea,
Haldik estuvo hablando con ellos y les ofreció la posibilidad de ocupar un
puesto en la muralla norte.
- Allí es donde habrá los
combates más duros -les explicó el soldado-. Las murallas son más accesibles en
ese punto y los orkos tratarán de aprovecharlo. Creemos que el ataque empezará
mañana mismo, o quizás incluso esta mismo noche.
- ¿Esta noche? -preguntó
Josuak, fatigado sólo de pensar en tener que luchar ese mismo día.
- Sí, las tropas de orkos
se están desplazando y no esperarán más. -Haldik saludó con la mano a otro
oficial de la milicia y siguió hablando-. Necesitamos a guerreros
experimentados en esa muralla. Yo mismo y los mejores hombres estaremos en los
diferentes bastiones. Si atacan de noche, la oscuridad volverá inservibles los
arcos y entonces será necesaria la fuerza de las espadas.
Por su parte, Kaliena y
los miembros de su orden habían decidido situarse en la muralla oriental, donde
dirigirían a la guarnición civil. La mujer se despidió de los dos mercenarios a
las puertas de la hacienda de los Lores.
- Buena suerte -les
deseó, sonriendo, aunque sin poder disimular la inquietud que delataba su
mirada.
- Tranquila, sería una
vergüenza caer en el primer día de lucha -dijo Josuak con sorna, devolviéndole
la sonrisa. La tensión entre los dos de aquella misma tarde había desaparecido,
quizás debido al desarrollo de la asamblea, o quizás porqué en una despedida
como aquella no era momento para demostrar rencor.
Josuak siguió hablando-:
Yo por lo menos espero aguantar hasta el quinto día, a partir de entonces si
muero ya no será tan bochornoso.
- Sí, mataremos a muchos
-añadió Gorm secamente.
Kaliena les dedicó una
agridulce mirada.
- Manteneros con vida
-les pidió antes de darse la vuelta y seguir a sus hermanos de regreso a la
abadía.
El frío viento arreció de
nuevo en la muralla. Los hombres en ella apostados se cubrieron el rostro para protegerse
del gélido elemento. Josuak murmuró otra maldición y su aliento se convirtió en
una bocanada de espeso vaho.
- A este paso no hará
falta que nos ataquen -se quejó-. Este frío será suficiente para matarnos a
todos.
- Puede ser. -Gorm no
quitaba los ojos de la explanada de abajo. La negrura seguía siendo
infranqueable, pero el gigante parecía poder ver al ejército orko a través de
ella.
En ese momento Hilnek, el
soldado al mando de la guarnición, se acercó a ellos y empezó a hablar de forma
atropellada:
- Nadie hará nada que yo
no ordene, no quiero ninguna estupidez, sólo cuando yo lo mande empezaremos a atacar
-les dijo, sin dejar de frotarse nerviosamente las manos y echando rápidas
miradas a uno y otro lado como si buscase algo-. Sois de los guerreros más
fuertes, pero hay varios arcos, por si los sabéis utilizar, pero nada de
disparar si yo no lo ordeno. ¿Me oís?, no hagáis nada hasta que yo dé la orden.
Gorm y Josuak no
respondieron. El gigante miraba divertido al asustado soldado e incluso llegó a
sonreír. Sin percatarse de ello, Hilnek se dio la vuelta y se precipitó hacia
otros tres mercenarios que charlaban unos metros más allá.
- Menudo soldadito nos ha
tocado -bufó Gorm, olvidándose del militar y concentrándose de nuevo en el exterior.
- Sí, ahora me siento más
seguro -bromeó Josuak.
Poco después, el amanecer
hizo su aparición. El sol, amortajado por las negras nubes, aclaró el cielo levemente,
lo justo para poder vislumbrar la planicie que se extendía a los pies de la
muralla. Josuak se encorvó sobre el muro, mirando afuera.
- Parece que no se
deciden a... -empezó a decir, pero las palabras murieron en su garganta. Sus
ojos se abrieron incrédulos al mirar hacia abajo y el corazón pareció detenerse
dentro de su pecho.
La nevada pradera
permanecía cubierta por la bruma matutina, aunque, a medida que la mortecina
luz fue apartando las sombras, empezaron a descubrirse negros enjambres de
achatadas figuras. Los guerreros invasores llevaban toscas armaduras y yelmos,
portando estandartes con la insignia de una garra que rasgaba un torreón de
piedra. Las roncas voces se podían oír incluso desde lo alto de las almenas,
gritos e insultos, mientras alzaban sus armas a modo de desafío. Había miles de
orkos, incontables, a pesar de que la niebla aún no permitía ver por completo
los alrededores.
Como si una maldición
hubiese caído sobre Teshaner, los soldados y los campesinos exhalaron con
desazón, el temor acaparando sus sentidos. En silencio, observaron las
interminables columnas de guerreros orkos, y tan sólo se escucharon algunas
voces que expresaban la desesperanza que reinaba en las almenas.
- ¡No puede ser!
- ¡Son muchos,
demasiados!
- ¡Estamos perdidos!
Josuak oyó lloriquear a
uno de los campesinos que tenía cerca. Como si de un niño se tratase, el hombre
miraba con ojos humedecidos el impresionante despliegue de abajo. En su mano
sujetaba una espada corta, pero sus dedos sostenían el arma sin fuerza, a punto
de dejar caer la empuñadura. Más allá, un hombre ya veterano se había quedado
paralizado, su rostro convertido en una máscara de terror. La mayoría de los milicianos
jamás habían entrado en combate, para muchos aquella era la primera batalla.
Sin duda, no era una buena contienda para estrenarse como guerreros.
Los ejércitos de abajo
continuaron su avance. Los tambores redoblaron como truenos que fuesen a romper
el negro cielo en pedazos. Los orkos unieron sus voces con nuevos gritos e
insultos, alzando las armas con cada exhalación. Ningún hombre osó responder a
la provocación. Ni una sola palabra se escuchó en los bastiones. Los soldados,
los mercenarios, los aventureros, los campesinos, todos permanecían en silencio
sin poder siquiera murmurar una plegaria a sus dioses.
Los tambores martillearon
con más fuerza, los gritos salvajes fueron en aumento, las cimitarras se
alzaron creando un mar de acero.
- Hora de luchar -dijo
Gorm, agarrando su hacha y sosteniéndola con ambas manos. Josuak asintió tácitamente
y desenvainó su espada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario