El capitán Pendrais estaba
hablando en ese momento:
- ¿Dragones? –preguntó-.
Los dragones ya no existen en Valsorth. No dudo en las palabras de la mujer,
pero estoy seguro de que la tensión del momento le hizo confundir las sombras y
el humo con la forma de uno de los reptiles alados.
- Tenéis razón –apoyó Lor
Omek-. Los dragones fueron eliminados.
Varios asistentes
asintieron. Lor Amant agradeció a Kaliena su participación, aunque no prestaron
mayor importancia a sus palabras. El siguiente en intervenir fue un pescador
que había conseguido llegar a la ciudad siguiendo el curso del río. El hombre
explicó cómo él y sus dos ayudantes salvaron la vida milagrosamente después de
ser atacados en pleno lecho del río por los orkos. Al acabar su testimonio, el caballero
Pendrais pidió permiso para intervenir.
- Por lo que hemos oído
aquí y por los informes de los observadores -dijo dirigiéndose a toda la mesa-,
los orkos se han establecido alrededor de la ciudad y en las tierras del norte.
-varios de los ocupantes de la mesa asintieron con la cabeza-. Lo que me
preocupa es que no sabemos exactamente donde están situados-siguió el
caballero-. Por lo que ha contado este pescador, cruzar el río puede resultar
imposible si esos monstruos han ocupado los pocos pasos que hay de aquí a las
colinas.
- Probablemente el paso
del Ruiseñor sí que esté vigilado -intervino Lor Omek-. Es el puente más
cercano y los orkos querrán evitar que nadie lo cruce.
- No son buenas noticias.
-Pendrais esbozó una mueca de disgusto.
- Hay otros puentes más
al norte -dijo otro de los miembros de la mesa.
- Sí, pero se tarda una
jornada en llegar a ellos -repuso Lor Omek-. Y aventurarse más al norte puede
ser muy peligroso. No sabemos si hay más hordas de orkos asentadas allí.
- En ese caso -Pendrais
habló a la vez que se ponía en pie-, mis hombres tendrán que abrirse paso por
el puente del Ruiseñor, no hay otra solución.
Varios comentarios de
alegría procedentes desde los bancos correspondieron a las palabras del
caballero. Lor Amant no se molestó esta vez en pedir silencio.
- Los caballeros pueden
vencer a los orkos -gritó alguien.
- Sí, un caballero de
Stumlad vale por un centenar de esos brutos -añadió otro invitado.
Pendrais se volvió hacia
los bancos.
- Los caballeros de
Stumlad acabaremos con los invasores -prometió abriendo los brazos para abarcar
a todos los asistentes-. El ejército barrerá de la nieve a esas infectas
criaturas.
Los invitados
prorrumpieron en gritos de júbilo. Incluso alguno de los miembros de la
asamblea se puso en pie y dio un enfervorizado apoyo al caballero.
- ¡Venceremos! -gritó uno
de los mercaderes.
- Sí, aplastaremos a los
orkos -gritó Gorka alzando el brazo como si ya hubiesen conseguido la victoria.
Josuak observó aquel
espectáculo sin moverse de su asiento. Los gritos continuaron. El caballero
Pendrais volvió a prometer que arrasarían al invasor. Los pies calzados con
botas golpearon nerviosos el empedrado suelo. Entretanto, ajeno a los gritos,
Lor Amant permanecía sentado en su amplio sillón de madera. Los ojos transparentes
del viejo noble no miraban ya nada de lo que había a su alrededor y parecían
perdidos en un lugar muy distante.
- Hay un tema que también
ha de ser debatido -el que habló fue el Padre Arsman, levantándose con precaución
y lanzando una significativa mirada al resto de miembros de la asamblea. El
viejo monje aguardó a que el silencio volviese a hacerse en la sala antes de
seguir hablando.
- Nos enfrentamos con un
ejército inmenso de orkos -dijo con voz serena y calmada-. No sabemos el número
exacto, pero está claro que son muchos, muchos más de los que suelen descender
de las montañas en sus incursiones de rapiña y pillaje. Sin embargo, a nadie de
los presentes parece preocuparle el porqué tan poderosa fuerza ha abandonado
sus cuevas para atacar una ciudad amurallada. Ningún clan orko tiene suficiente
poder como para unificar al resto bajo su bandera y, dada su naturaleza
violenta y estúpida, una alianza nunca hubiese podido durar más allá de unos
pocos días. -hizo una pausa y miró directamente al caballero Pendrais-. Quizás,
antes de plantearnos cómo luchar contra el enemigo, lo mejor sería saber con certeza
quién es nuestro enemigo y a qué fuerzas nos enfrentamos. -dicho esto, el
anciano recuperó su asiento y ocultó las manos bajo las amplias mangas de su
túnica.
Sus palabras habían caído
como un jarro de agua fría sobre los asistentes. Nadie dijo nada, ni los
consejeros de la mesa ni la veintena de invitados que ocupaban los bancos.
Lor Amant aguardó unos
segundos antes de ser el siguiente en hablar.
- Como siempre, el buen padre
nos ha iluminado con su sabiduría -dijo dedicando una breve mirada al religioso-.
Sus palabras han sido claras y nos demuestran que quizás el ejército que rodea
nuestra ciudad no sea tan sólo el fruto de una alianza orka. Aunque no
dispongamos de conocimientos suficientes, no sería descabellado pensar que
puede haber alguien más poderoso dirigiendo a los clanes orkos.
- Eso no puede ser -se
alzó indignado el caballero Pendrais-. No hay ninguna fuerza o nación en el
norte de Valsorth capaz de someter a los clanes orkos y organizarlos. Está
claro que nos enfrentamos a un pacto hurdido por las naciones orkas, que se han
puesto de acuerdo para intentar masacrarnos.
- No digo que no tenga
razón -apuntó Lor Amant-. Pero hay que valorar otras opciones, ya que una
alianza entre orkos es algo que jamás se ha visto en nuestros reinos. La única
vez que así actuaron fue bajo la tutela de una figura mayor, como todos los
asistentes habrán oído contar por nuestros historiadores.
La sala quedó en
silencio, sin que nadie se atreviese a alzar la voz. Sabían a quien se refería
el Lor, y un nuevo y preocupante nubarrón oscureció sus corazones.
- Eso fue hace mucho
tiempo -protestó Pendrais sin dejarse intimidar por el ominoso ambiente que se
había adueñado de la estancia-. Si os referís al desgraciado mandato del
Rey-Dios, aquello sucedió hace casi doscientos años. El Rey-Dios fue derrotado
y con él todas sus tropas. Mis antepasados, capitaneados por el propio Rey
Miznuhor, aplastaron al nigromante en la batalla de los nueve días. Todo el
mundo sabe eso, así que no levantéis viejos fantasmas que sólo sirven ya para
asustar a los niños y a los cobardes -concluyó y volvió a tomar asiento.
Lor Amant mantuvo la
calma a pesar de las duras palabras del caballero.
- Puede que sólo sea ya
una historia de fantasmas -dijo con voz pausada-. Sin embargo, no hemos de olvidar
que aquello sucedió en realidad. Un sólo hombre, corrupto de poder y usando las
negras artes de la brujería, consiguió comandar el mayor ejército que ha pisado
Valsorth. El Rey-Dios logró poner bajo sus órdenes a todos los orkos del norte,
además de gobernar a las terribles razas de trolls e incluso a los todopoderosos
dragones. Sí, eso fue hace mucho tiempo, pero no podemos olvidarlo. -el hombre
hizo una pausa y centró su mirada en el caballero Pendrais-. Además, no hay
datos concretos sobre lo que acaeció al Rey-Dios tras ser derrotado por la
alianza entre caballeros de Stumlad y los elfos de Shalanest –añadió remarcando
estas últimas palabras-. Por desgracia, la lucha que se desarrolló entre
humanos y elfos en los mismos salones del templo impidió saber cual fue el fin
del nigromante. Las crónicas de la biblioteca de
Salast cuentan que el
Rey-Dios fue detenido, que las tropas humanas y elfas le derrotaron, pero no
detallan qué sucedió. -el Lor se volvió hacia los otros miembros de la mesa-.
No estoy diciendo que el Rey-Dios esté detrás de esta invasión, no creo eso,
pero tampoco estoy tan ciego como para confiar en que ese enorme ejército no
sea más que una alianza entre clanes orkos.
Lor Omek tomó la palabra
en ese momento:
- Las palabras de Lor
Amant han sido claras. Hasta ahora no hemos recibido ningún parlamentario o
enviado de las tropas enemigas, por lo que no podemos saber a quien representan
o cuales son sus intenciones.
- Sus intenciones son
claras; atacarnos -dijo el capitán Gorka con estúpida obviedad.
- Sí, en efecto -asintió
Lor Omek-. De momento no han declarado un ultimátum o unos términos exigiendo nuestra
rendición. No es lógico. Antes de atacar lo usual es imponer unas condiciones,
o al menos indicar los motivos por los que se produce el ataque. Claro que
tampoco se puede esperar mucha lógica de esas tribus de brutos -añadió mirando
a Lor Amant.
- Puede que primero
quieran demostrar su fuerza -dijo entonces una voz profunda.
Todas las miradas se
volvieron hacia los bancos de los invitados. Josuak, igual de sorprendido que
el resto, miró a su lado, donde Gorm se había puesto en pie, mostrando su
impresionante constitución y empequeñeciendo a todos los hombres que había
sentados junto a él.
Lor Amant miró al gigante
con curiosidad.
- Vaya, aquí tenemos a
otro de los mercenarios -dijo e hizo una pausa, recordando-. ¿Gorm? Sí, creo
que ese era vuestro nombre.
- Sí, Gorm es mi nombre
-respondió Gorm de forma monolítica
- Ya hemos oído vuestra
importante participación en ayuda de la hermandad de monjes de Korth -dijo el anciano-.
¿Qué es lo que queréis decir ahora? -preguntó con cierta impaciencia.
Josuak miró incrédulo a
Gorm, sin tener ni la menor idea de las intenciones de su compañero.
- Los orkos quieren
demostrar su fuerza -dijo de nuevo Gorm.
Hubo alguna risilla entre
los asistentes. Lor Amant siguió mirando al enorme ser de piel celeste.
- Sí, eso ya lo habéis
dicho, pero ¿a qué os referís? -le preguntó con cierto tono condescendiente,
como si hablase con un niño o con un alguien de lento entendimiento.
- Los orkos no dirán lo
que quieren… -Gorm hizo una pausa, confuso, miró a un lado y otro de la
alargada mesa, y pareció no poder continuar. Al instante, recuperó el habla y
siguió-. No dirán lo que quieren hasta que hayan atacado y demostrado que
pueden ganarnos. Eso es, cuando hayan atacado y matado a muchos, entonces dirán
lo que quieren y vosotros estaréis deseando escucharles.
Gorm acabó de hablar y,
tras echar una nueva mirada a derecha e izquierda, volvió a sentarse junto a Josuak
y Kaliena. La sala quedó en silencio, las palabras del gigante resonando como
un eco en todos los presentes.
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