01 julio 2013

La caída de Teshaner (II)



            Las primeras luces del amanecer se filtraban a través de los innumerables agujeros del techo de cabaña, atravesando el polvoriento ambiente de la estancia como doradas lanzas que caían sobre los muebles desvencijados y el oscuro suelo de madera. La sala restaba en completa quietud, sin que nada se moviese aparte de los centenares de diminutas partículas de polvo y suciedad que flotaban en el aire, danzando suavemente hasta posarse en algún rincón.
Josuak estaba tumbado en el suelo, de espaldas sobre la manta, observando el techo y los rayos de luz que lo perforaban. A su lado, apoyado sobre el armario caído, Gorm permanecía sentado con sus enormes brazos cruzados en jarras y la mirada perdida en algún punto de la pared. El gigante aparecía pensativo, algo poco común en su comportamiento, caracterizado más por la acción que por la reflexión.
Pasaron varios minutos más antes de que Josuak decidiera levantarse.
            - Hola, buenos y prósperos días -le saludó Gorm al descubrir que por fin se había despertado.
            - Buenos días para ti también -le devolvió el saludo Josuak-. Supongo que no habrá habido ninguna novedad durante la noche.
            - Nada extraño -informó Gorm mientras se ponía pesadamente en pie-. Ni el viento ni los lobos. Nada -repitió.
Josuak le dedicó una breve sonrisa antes de pasar a investigar el interior de la cabaña, que ahora con la luz del día mostraba un absoluto y completo caos. Los armarios habían sido volcados y todo su interior se había desparramado sobre el suelo; platos, utensilios, ropas, todo hecho pedazos. Una gran mesa de madera había sido partida por la mitad y las sillas destrozadas hasta convertirlas en un montón de palos rotos. En las paredes había numerosas muescas de armas y en otros lugares se adivinaban los impactos de otros objetos que habían mellado la madera. Josuak pasó a las otras dos habitaciones y descubrió una imagen muy similar; todo había sido arrasado, sin ninguna intención más allá que la de causar el mayor destrozo posible. No habían sido ladrones, pues entre los restos se distinguían numerosos objetos de valor, tales como alguna joya o varias monedas de oro. No, pensó Josuak mientras contemplaba un colchón de plumas que había sido rasgado con salvajismo, no habían sido ladrones, los que hicieron esto no buscaban más que romper y destrozar. De nuevo se preguntó por los leñadores ¿Cómo podían haber permitido que alguien arrasase su hogar? Josuak sintió un escalofrío al pensar en lo que les podía haber sucedido a los habitantes del poblado y rogó en silencio para que hubiesen podido huir antes de que los atacantes cayesen sobre ellos. Sin darle más vueltas a la cabeza, volvió al salón donde le esperaba pacientemente Gorm. Ambos recogieron sus pocas pertenencias en silencio. El ambiente de la cabaña era opresivo ahora que la luz mostraba toda esa barbarie y ninguno de los dos sintió ganas de demorar su estancia en ella. Una vez acabaron de empacar, salieron de la cabaña.
El espectáculo que les esperaba fuera no era mucho más alentador. El sol lucía ya, asomando sobre las colinas cubiertas de blanco, en un cielo despejado y completamente azul, sin que una sola nube manchara su superficie. Las luces del nuevo día mostraron a los dos viajeros lo que quedaba del poblado: La media docena de cabañas que lo formaban habían sido arrasadas también, las puertas derribadas y las ventanas arrancadas de cuajo. Incluso dos de ellas no eran más que un negro cúmulo de cenizas y restos de madera calcinadas, únicos restos que habían sobrevivido al fuego. Sobre la nieve había desperdigados restos de muebles, así como algunas ropas reducidas a harapos y algunos utensilios, hachas en su mayoría, que permanecían semienterrados. No Había rastro de los leñadores.
Josuak caminó entre los ruinosos restos del poblado con Gorm siguiéndole de cerca. Primero observó algunas de las hachas que yacían en el suelo. Eran de las grandes, de las que usaban los leñadores para su trabajo. La cuestión era si habían sido utilizadas para defenderse o simplemente habían sido arrojadas allí por casualidad. No había ningún cadáver que demostrase que una lucha se había producido. Sin embargo, la capa de nieve que cubría las armas indicaba que hacía dos o más días desde que cayeron allí, así que cualquier cadáver podía haber sido retirado o devorado por los lobos. A continuación, Josuak pasó a investigar el interior de las cabañas que quedaban en pie. Se asomó en la primera de ellas. Estaba totalmente arrasada, igual que en la que habían pasado la noche. Salió y continuó con la segunda. El mismo espectáculo de destrozos. Cuando se aproximaba a la última de las cabañas, la más grande de todo el poblado, un fétido hedor le golpeó como una bofetada. Era un olor desagradable y vomitivo, un olor que Josuak había olido antes. Era el olor de la carne en putrefacción.
Aguantando una arcadas, se acercó a la puerta y miró en su interior. La sala principal de esta cabaña había sido reducida a escombros también. Pero en el centro de la estancia, en un claro en medio del desorden, había una pila de huesos, amontonados unos sobre otros, algunos aún con retales de carne y piel cubriéndolos. Josuak tuvo que apartar la mirada al reconocer el rostro de un humano que le miraba desde las cuencas vacías de sus ojos. Habían encontrado a los leñadores.
Los restos humanos, muchos de ellos en descomposición, formaban un cúmulo de casi dos metros de circunferencia. Los cadáveres estaban descuartizados, despedazados y amputados. Varios cráneos surgían entre la pila de huesos y sus rostros estaban cubiertos de sangre, con heridas y marcas de colmillos que habían devorado salvajemente parte de su piel. Josuak descubrió horrorizado lo que quedaba de una niña junto al pequeño cráneo de lo que debió ser apenas un recién nacido. Nadie había escapado de la matanza.
El hombre tuvo que salir de la estancia y volver a la claridad del día. Una vez en el exterior respiró profundamente el frío aire invernal y se recompuso, tratando de apartar de su mente la imagen de los rostros de los leñadores. Gorm miró extrañado a su compañero, antes de acercarse a ver que es lo que había impresionado tanto a su amigo.
            - ¡Por Orn! -exclamó el gigante y volvió a salir de la cabaña.
Josuak le esperaba fuera, una vez se había repuesto de las arcadas.
            - ¿Quién pudo hacer esto? -le preguntó a Gorm.
El gigante elevó sus anchos hombros y no respondió. No había una explicación coherente para semejante masacre.
Los dos cazarecompensas se demoraron poco tiempo en el poblado. El aire les resultaba ahora viciado y Josuak pensó que quizás era aquello lo que había mantenido alejados a los lobos. El hedor de un lugar maldito, el hedor de la muerte. Una vez cargaron con sus cosas, se dispusieron a regresar a Teshaner. Pasaron entre las calcinadas cabañas y fue entonces cuando descubrieron un rastro sobre la nieve, en el extremo sur del poblado. Josuak miró sorprendido las huellas que cientos de pies habían dejado sobre la nieve, formando un sendero de varios metros de ancho en el blanco elemento.
            - ¿Qué es esto? -preguntó al aire. La nieve caída durante las últimas horas había cubierto en parte el rastro, pero aún así la marca era tan profunda que no había conseguido ocultarla del todo. Josuak se acercó y se arrodilló para examinar el rastro más de cerca. Eran marcas de botas, con suela metálica, como las que utilizaban las tropas militares de infantería. Sin embargo la forma de las huellas era muy extraña, demasiado pequeña para pertenecer a un ser humano.
            - Orko -musitó al hallar la respuesta.
            - Sólo esos malnacidos pueden ser los responsables -añadió Gorm con tono sombrío.
Josuak no prestó atención a las palabras de su amigo. Habían sido los Orkos, pero no una horda cualquiera que hubiese surgido de las colinas para rapiñar y hacer pillaje. No, aquello era un batallón de guerra formado por varios centenares de guerreros. El rastro era demasiado confuso como para poder aventurar un número aproximado, pero lo que estaba claro es que eran muchos, cientos de ellos, salvajes, crueles y sedientos de sangre.

Las colinas de Terasdur terminaban en una planicie que se extendía infinitamente hacia el sur, hasta el mar de hojas verdes del enorme bosque de Shalanest, la nación elfa, que acaparaba el distante horizonte. La nieve invernal cubría todo el paisaje, aunque a medida que se dejaba atrás la línea de las colinas el grosor de su capa iba disminuyendo, por lo que avanzar por ella resultaba menos fatigoso.
Los dos viajeros llevaban toda la mañana en marcha, sin detenerse desde que habían abandonado el poblado leñador. Caminaban en silencio, con la mirada clavada en el piso, evitando las resbaladizas y traicioneras placas de hielo. Apenas habían intercambiado un par de palabras en toda la jornada. No les apetecía hablar. Después de haber presenciado lo que los Orkos habían hecho con los pobres leñadores, los dos compañeros se encontraban sumidos en sus propios pensamientos.
Gorm no comprendía cómo alguien, ni siquiera los orkos, podía ser capaz de realizar semejante masacre. El gigante no entendía cómo se podía ser tan cruel, tan desalmado, y tener tan poco respeto por la vida para asesinar de aquella forma a familias enteras. En todos los años que había pasado en las colinas del norte había presenciado otros asaltos, pero jamás una matanza en la que los asesinos se hubiesen recreado tanto con sus víctimas. Gorm siguió avanzando entre la nieve a grandes zancadas. El salvajismo no conllevaba la crueldad, eso era algo que el gigante sabía, aunque probablemente nunca supiese explicarlo con palabras.
Josuak seguía de cerca a su enorme compañero. Llevaba la capucha caída sobre los hombros, de modo que el reflejo de los rayos del sol le calentaba el rostro y sus largas trenzas danzaban libremente sobre su testa con cada uno de sus pasos. El hombre apartó distraídamente una de las trencitas y continuó recapacitando sobre lo que podía haber sucedido en el poblado.
El hombre sabía que los orkos hacía años que habían tenido que huir de las tierras centrales de Valsorth. La derrota del Rey Dios les obligó a abandonar los reinos más meridionales y refugiarse en las heladas montañas del norte. Durante los años siguientes habían aparecido pequeñas incursiones, alguna horda que descendía de las colinas y cuya propia codicia llevaba a terminar bajo el acero de los caballeros de Stumlad. Sin embargo, Josuak jamás había oído ninguna historia de una incursión orka tan numerosa. No debía ser tan grande como un ejército, pero tampoco era un simple clan. No, aquello era un batallón organizado, lo que sólo podía significar una alianza entre varios clanes.
            - Ya llegamos -dijo Gorm, sacando al hombre de sus pensamientos.
Josuak elevó la mirada y, cubriéndose los ojos con la mano, escrutó el brillante horizonte. A lo lejos, a unas diez millas aún de camino, había surgido una mancha grisácea en medio de la nevada explanada.
            - Teshaner -susurró.
Estaba atardeciendo cuando por fin alcanzaron las inmediaciones de la ciudad. Una fantasmagórica bruma sumía la planicie en una fina niebla que distorsionaba el contorno de la ciudad amurallada. Teshaner era una gran urbe, protegida por enormes muros de piedra gris de más de cien pies de altura, sobre los que asomaban decenas de afiladas torres que conformaban el centro de la ciudad. Alrededor de la gran muralla se extendía una maraña de cabañas, chozas y terrenos de cultivo, hogar de las clases más pobres. Entre los nevados campos, una carretera de piedra conducía hasta la puerta norte de la ciudad, un grandioso portalón protegido por tres rejas de acero negro. La entrada de la ciudad estaba custodiada por una veintena de soldados, pertenecientes a la milicia, que se encargaban de registrar las mercancías que llegaban a la vez que impedían la entrada de indeseables. Una larga fila de carruajes, carromatos, animales de carga y viajeros esperaba ante la gran puerta para poder entrar en la ciudad antes de la caída del sol. Al llegar ese momento, la puerta se cerraba y nadie podía cruzarla, ni para entrar ni para salir. Quien se quedaba fuera no tenía más opción que esperar la llegada del nuevo día en alguna de las posadas que florecían en los alrededores de la ciudad. Sin embargo, estos albergues eran de pésima calidad, atestados de bandidos y donde era usual despertar sin una sola moneda de oro en el bolsillo o con el carromato saqueado.
Gorm y Josuak se sumaron a la larga fila, detrás de un gordo monje de Korth que arrastraba con él una decena de ovejas. Saludaron educadamente al religioso y esperaron. El viento soplaba helado, haciendo que tanto los viajeros como los soldados resoplaran y se frotaran las manos sin cesar, en un fútil intento de entrar en calor.
            - Menudo invierno hace -les saludó el monje con una sonrisa-. Hacía años que no pasaba tanto frío trayendo a las ovejas desde el monasterio.
            - Tiene toda la razón -dijo Josuak, sin muchas ganas de hablar con él.
            - Las nieves han cubierto por completo el camino hasta el monasterio -siguió el monje-. Si esto sigue así, tendremos que salir con palas a despejar el paso. Y eso si tenemos la suerte de no quedar aislados.
            - Sí, vaya invierno -respondió Josuak y maldijo entre dientes por la lentitud con la que avanzaba la cola. El monje cesó en su intento por entablar conversación y se volvió hacia adelante.
            - ¿Dónde vamos después de entrar? -preguntó Gorm sin dejar de observar el centenar de personas que se alineaban ante él- ¿A cobrar el dinero?
            - Puede que sea demasiado tarde  -respondió Josuak-. A este paso tardaremos un par de horas en poder pasar y ya será de noche cuando lo hagamos. No, será mejor ir mañana  a primera hora.
Discurrieron largos minutos. La fila avanzaba muy lentamente.
            - Vamos, vamos -se impacientó Josuak al ver que no alcanzaban las puertas y que la luz del sol iba menguando por momentos-. Daros prisa, no quiero dormir en estas pocilgas - gritó a los viajeros que aguardaban ante él, pero nadie pareció hacerle caso. Pasados unos instantes, la cola se movió y Gorm y él dieron una decena más de pasos. Siguieron esperando. Los minutos pasaron muy lentos. Por fortuna, cuando la luna se mostraba en todo su esplendor, llegaron ante las puertas de la ciudad donde aguardaban los soldados. Al no llevar ningún cargamento, los guardias pusieron pocos inconvenientes en dejarles entrar. De todas formas, Josuak y el gigante eran bastante conocidos en la ciudad y era habitual verles entrando y saliendo por la gran puerta del norte.
Sin mayor dilación, cruzaron el amplio túnel bajo las tres enormes rejas que pendían del techo. Al salir al otro lado, los dos cazarecompensas se encontraron en una pequeña plaza rectangular. Las casas se amontonaban justo sobre la superficie de los altos muros, las fachadas también de piedra, con unos pequeños ventanucos y espesos techos de pizarra. El suelo de gruesos adoquines estaba cubierto por los restos de la última nevada, que yacían apilados en los rincones. Las danzantes llamas de las antorchas que pendían de las casas conferían un aspecto sombrío a la entrada de la ciudad, de la que surgían varias calles, entre las que destacaba una amplia avenida que conducía directa hacia el sur, sin que ninguna edificación se interpusiera en su camino. A lo lejos, se distinguía incluso las altas y afiladas torres del centro de la ciudad. Poca gente deambulaba por las calles a aquellas horas de la noche, tan sólo algunos viajeros recién llegados que buscaban algún lugar para dormir o algún hombre que se había entretenido y regresaba con rapidez hacia el hogar.
            - ¿Dónde vamos? -preguntó Gorm, frotándose la cabeza con su manaza-. Tenemos que contar lo que hemos visto. Hemos de decirles a los soldados lo del ataque en el poblado de leñadores.
            - Sí, tienes razón -respondió Josuak viendo como los soldados empezaban a retirarse de la entrada de la ciudad. Al momento, las grandes verjas empezaron a descender muy lentamente, las cadenas metálicas de su mecanismo chirriando en el silencio nocturno-. Pero no ahora - siguió Josuak sin dejar de observar las grandes barras de acero negro que conformaban el entramado de las rejas-. Ahora sólo quiero ir a alguna taberna y sentarme a beber una buena jarra de cerveza. -acto seguido se dio la vuelta y miró con complicidad a su compañero. El gigante mostró una enorme sonrisa.
            - Sí, cerveza -aprobó Gorm.
Ambos se encaminaron por la desierta avenida en dirección al centro de la ciudad, en busca de alguna de las tabernas que permanecían abiertas hasta altas horas de la madrugada.
La Buena Estrella era el mejor hospedaje que uno podía encontrar en todo Teshaner. Era conocida como la taberna de mayor categoría, con un buen servicio, buena comida y bebida, y unas habitaciones amplias y acogedoras. La posada era un gran edificio de piedra, de tres pisos de alto y un enorme salón. Un gran fuego ardía durante toda la noche en esta estancia y el humo surgía en una alta columna por la chimenea que se abría en el tejado. Sobre la puerta de entrada pendía el cartel que anunciaba el nombre de la posada, bajo el dibujo de un cerdo asado sobre la forma de una estrella.
Nada más abrir la puerta, el calor del salón les recibió agradablemente. La gran sala estaba abarrotada de gente y un murmullo constante de voces y gritos impedía oír la música de un trovador que, sentado en una de las numerosas mesas, continuaba tocando inútilmente su laúd. La mayoría de los clientes eran hombres, que bebían grandes jarras de cerveza entre estruendosas conversaciones. Había risas, gritos, hasta una pareja de clientes ya mayores se pusieron a cantar con voces desafinadas una canción algo picante sobre un campesino y diez ninfas de los bosques. Josuak sonrió al escuchar la última estrofa de la canción mientras buscaba con la mirada una mesa vacía en la que poder sentarse. En ese momento apareció a su lado una muchacha de pelo rubio y generosas carnes que portaba una bandeja repleta de jarras.
            - Hola, Josuak, hacía tiempo que no te veíamos por aquí -saludó la chica y le dedicó una breve sonrisa antes de dirigirse a una mesa donde estaban sentados cinco mercaderes extranjeros. Josuak la siguió con la mirada, pero se olvidó de la chica al encontrar una mesa libre en uno de los rincones. Él y Gorm cruzaron el gran salón, se sentaron a la mesa y esperaron a que una de las cuatro camareras viniera a atenderles. El gigante se movió intranquilo en su silla mientras refunfuñaba sobre el tamaño de los asientos. Una de las chicas apareció por fin, Josuak pidió dos jarras de cerveza y algo para comer. La chica se fue contoneándose hacia la cocina. La bebida tardó poco en llegar. Josuak y Gorm alzaron sus jarras y las hicieron entrechocar violentamente.
            - Por el dinero fácil -brindó el hombre.
            - ¡Por el dinero! -gritó el gigante.
Ambos dieron un largo trago de sus respectivas jarras y las dejaron caer con fuerza sobre la mesa de madera.
            - ¡Cómo echaba esto de menos! -dijo Josuak y pasó la manga de su camisa por la boca, secándola-. Sólo han sido unos pocos días, pero parece que hiciese años desde que no estábamos en un lugar acogedor.
            - Sí, parece mucho tiempo -asintió Gorm y observó el alboroto reinante en el salón. Josuak contempló también el centenar largo de personas que había en la taberna. La mayoría eran desconocidos para él, aunque distinguió algunas caras conocidas. Un hombre joven, de frondosa barba rubia, le saludó desde una mesa alejada. Josuak alzó su jarra como respuesta y sonrió.
            - Allí está Bield -le dijo a Gorm tras beber de la jarra-. Ese maldito mercenario se pasa la vida bebiendo en este sitio. ¿Es qué nunca trabaja? -preguntó para sí mismo mientras observaba aliviado que el rubio guerrero no se levantaba de su mesa para venir a hablar con él.
Los dos cazarrecompensas acabaron sus bebidas y pidieron nuevas jarras. La camarera estuvo de vuelta con la cerveza y con una bandeja de costillas de cerco asadas. Josuak y Gorm se lanzaron hambrientos sobre la carne. Apenas habían comido en los días que habían pasado en las colinas, no más que las escasas e insípidas raciones de viaje, así que las costillas les parecieron un manjar digno de reyes. Devoraron las costillas cogiéndolas con las manos y por unos minutos se dedicaron exclusivamente a llenar el estómago. Una vez saciado el apetito, se recostaron en sus sillas y disfrutaron tranquilamente de la cerveza. La bandeja yacía vacía sobre la mesa.
            - ¿Cuándo iremos a hablar con la milicia? -preguntó Gorm, acabando de un largo trago su jarra.
            - Mañana -respondió escuetamente Josuak.
            - Debemos alertar a los soldados -siguió el gigante-. Debemos avisarles de que hay orkos cerca de la ciudad.
            - Mañana -repitió Josuak tratando de zanjar el tema.
            - Eran muchos. Pueden ser un peligro. Debemos ir a avisar a los soldados.
            - ¡Mañana te he dicho! -exclamó Josuak elevando el tono de voz. Al momento volvió a controlarse y habló más pausadamente-. Mañana a primera hora iremos a hablar con el capitán Borka. Pero ahora sólo quiero emborracharme -concluyó Josuak y realizó un gesto a una de las camareras para que trajese otro par de jarras.
Josuak vio entonces a un hombre entrando en el salón a través de la puerta de la cocina. Al momento muchos de los clientes empezaron a saludarle y a estrecharle la mano. El hombre era bastante corpulento, con una prominente barriga bajo el delantal blanco que vestía. Su cara era redonda, con una incipiente calva coronándola, en la cual destacaba un cuidado bigote oscuro y unas grandes cejas sobre unos ojos pequeños. Era Burk, el dueño de la posada y el padre de las cuatro camareras que servían las bebidas en el salón. El posadero continuó saludando a los clientes y fue acercándose hacia la mesa donde Josuak y Gorm continuaban bebiendo de sus respectivas cervezas.
            - ¡Hombre, Josuak, tú por aquí! -exclamó el posadero al descubrir al guerrero.
            - Sí, amigo mío, yo por aquí -contestó Josuak y esbozó una sonrisa.
            - ¡Y también está Gorm! -siguió Burk-. ¿Cómo estás grandullón?
            - Bien, gracias Burk -respondió Gorm con dificultades para pronunciar las palabras. Josuak comprobó que el gigante empezaba a presentar las primeras señales de embriaguez. Gorm era muy grande, pero no estaba acostumbrado a beber demasiado alcohol.
            - ¿Dónde habéis estado? -preguntó el orondo tabernero-. ¿Hacía días que no os veía?
            - Tuvimos un encargo fuera de la ciudad -respondió Josuak.
Burk estalló en una carcajada.
            - Oh, pobre del desgraciado que haya sido vuestra presa -dijo entre risas-. No le deseo semejante destino ni al peor de mis clientes. -volvió a reír-. Bueno, supongo que os quedareis a dormir esta noche. Hace demasiado frío para volver a salir.
            - Sí, Burk, necesitamos un par de habitaciones -dijo Josuak.
            - Tranquilo, yo me encargo de todo. Le diré a mi hija Teena que prepare vuestras habitaciones. Nos vemos más tarde. -dicho esto, el hombre desapareció entre el gentío que abarrotaba la sala.
Josuak y Gorm pidieron más cerveza. La camarera trajo las jarras al poco tiempo.
            - Gracias, preciosa -le dijo Josuak con una maliciosa sonrisa.
La chica le dedicó una furtiva mirada mientras regresaba a la cocina. Josuak bebió de la cerveza, Gorm le imitó. Observando el espectáculo que ofrecía la sala, los dos mercenarios se recostaron en sus sillas y dejaron las horas pasar. Mañana ya avisarían a la milicia.

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