-¿Todo bien? -preguntó Gorm una vez dejaron atrás la plaza.
-No, todo bastante mal -respondió Josuak con rudeza.
-¿Qué ha dicho el capitán?
-Ese estúpido retrasado -maldijo el hombre sin detener la
marcha-. Ese bastargo engendro de troll.
-No pareces muy contento -murmuró Gorm.
-No, ese idiota no me ha creído. -Josuak se detuvo y observó
a su amigo-. Le he contado la historia y lo único que me ha dicho es que es
imposible que haya tantos orkos en las colinas, que ni en todo Valsorth puede
haber semejante ejército. -soltó un nuevo rugido de frustración-. Le he dicho
que envíe algún explorador a las colinas, aunque no creo que me haga caso. Ese
hombre ha sido un retrasado toda su vida.
-¿Le conocías? -las cejas de Gorm se arquearon con gesto
extrañado.
-Sí. Fue hace unos años -contestó con desgana Josuak-.
Cuando llegué a la ciudad lo primero que hice fue alistarme en la milicia.
Gorka era ya Capitán de la guardia. Pasé dos años a su servicio, aunque lo
único que hacíamos era vigilar las puertas y encarcelar a bandidos y borrachos.
-hizo una pausa y observó brevemente el grisáceo cielo de la mañana. La bruma
ya se había levantado, pero el sol seguía escondido detrás de las nubes-. Tuve
algunos problemas durante ese tiempo -continuó explicando mientras reanudaba el
paso-. No le gustaba al capitán y, después de algunos altercados con otros
soldados, acabaron expulsándome. El muy cerdo se reía a carcajadas el día en
que fui a los barracones a recoger mis cosas. Desde entonces no nos hemos
llevado bien precisamente.
-Ya -asintió Gorm-. Me gustaría intercambiar un par de
palabras con ese capitán. -el gigante hizo una breve pausa antes de añadir- Me
gustaría romperle las piernas.
-A mí también -corroboró Josuak. Los dos se miraron durante
un instante y soltaron una larga carcajada. Luego continuaron caminando por la
avenida, la cual se encontraba mucho más concurrida entonces. Los comercios ya
habían abierto y los vendedores gritaban anunciando sus mercancías. Decenas de
personas pululaban de un lado para otro. Los niños corrían y jugaban entre risas
y gritos. La ciudad había despertado ya.
Josuak observó a toda esa gente que vivía una época de
tranquilidad, sin demasiadas preocupaciones. Seguramente pocos de ellos se
acordasen de la última guerra. La gente olvidaba rápido aquello que era
desagradable. El aventurero recordó los rostros huecos de los leñadores,
mirándole sin ojos desde la pila de huesos. Probablemente, los leñadores
también lo habían olvidado y creyeron que estaban a salvo, que ya no había
peligro.
Un niño pasó corriendo junto a ellos, perseguido por otro
chico.
-No podrás atraparme -gritó el primero al amigo que le
seguía unos metros más atrás. Sin embargo, apenas avanzó un par de pasos, el
niño tropezó y cayó de bruces al suelo de adoquines. Su amigo aprovechó la
oportunidad y se abalanzó sobre él, atrapándole.
Poco después del mediodía, Josuak y Gorm fueron a visitar al
Canciller Real, el representante en la ciudad de la monarquía de Stumlad. El
Canciller vivía en un palacete situado cerca de la hacienda de los Señores,
junto a varias mansiones de familias adineradas. La casa consistía en una pieza
principal de tres niveles, con bellos balcones adornando su fachada, y un par
de edificaciones más pequeñas en los laterales del inmueble. Una corta escalera
de piedra conducía hasta una puerta doble de ébano, franqueada por columnas de
granito blanco cuidadosamente talladas. Josuak llamó a la puerta golpeando con
los nudillos. Pasó un minuto antes de que obtuviesen respuesta. Una mirilla
corredera se abrió en una de las puertas y dos ojos les escrutaron.
-¿Qué desean? -les preguntó la hosca voz de un hombre.
-Venimos a ver al Canciller -respondió Josuak.
- ¿Cuál es el propósito de su visita? -inquirió el hombre,
su tono bañado de un cierto desdén.
-Somos los mercenarios que el Canciller contrató -dijo
Josuak y emitió un suspiro de resignación-. Vaya a decirle al Canciller que
estamos aquí.
Los ojos le miraron a través de la abertura.
-Un momento -respondió el hombre y la mirilla se cerró.
Los dos guerreros aguardaron. La calle era un ir y venir de
gente que caminaba con prisa por el empedrado suelo. Una mujer vestida con una
túnica oscura pasó portando un cesto de mimbre. Josuak se encontraba observando
el balanceante andar de la joven cuando la puerta de la mansión se abrió.
-Pueden pasar -les informó el hombre, un criado ya mayor,
bajito y prácticamente calvo-. El Canciller les espera en el salón -dijo,
guiándoles al interior de la casa.
Gorm y Josuak siguieron al hombre por el recibidor. Varios
cuadros adornaban las paredes. Josuak echó un rápido vistazo a la pintura de
una mujer desnuda postrada sobre una piel de oso. Dejaron el vestíbulo por un
largo pasillo, en el que numerosas puertas se abrían a los lados, y llegaron a
otra doble puerta de oscura madera que daba a un amplio salón. Los dos
mercenarios entraron y el criado se retiro tras realizar una leve reverencia.
El fuego de una chimenea caldeaba el ambiente de la
estancia. La luz del mediodía se filtraba a través de las cortinas de seda,
iluminando tenuemente una gran mesa que ocupaba el centro. Varios muebles y
sillones de cuidada factura abarrotaban el espacio, haciendo ostentación del
poder adquisitivo de su dueño. Sentado en uno junto a la chimenea les aguardaba
el Canciller. Era un hombre bajito y regordete, de cara redonda y con un
pliegue de blanda grasa bajo la barbilla. Unos estrechos ojos apenas aparecían
bajo las pobladas cejas y un fino bigote le daba un aspecto ridículo. Iba
vestido con lujosos ropajes de tenues colores en los que destacaban unos largos
calcetines de gruesa lana que le llegaban hasta las rodillas.
-Buenos días -les saludó el Canciller mientras hacía un
amago de ponerse en pie, pero sin llegar a incorporarse en realidad.
Josuak y Gorm respondieron al saludo y se acercaron hasta la
chimenea.
- Sentaros,
por favor -les invitó el Canciller señalando dos sillas frente a su sillón-.
Espero que me traigáis buenas noticias -dijo una vez los aventureros habían
tomado asiento.
Como toda respuesta, Josuak extrajo el anillo de su bolsillo
y lo mostró al noble. La serpiente enroscada que lo adornaba relució con brillo
dorado.
- Bien, veo que sí -dijo el Canciller y su rostro se
iluminó.
Josuak le tendió el anillo, que el hombre cogió con manos
ávidas.
- Le atrapamos cruzando las colinas del norte -explicó
Josuak al Canciller, que seguía observando con regocijo el anillo-. Tuvimos
problemas con algunos lobos, pero nada que nos impidiera realizar la misión.
-¿Está muerto? -preguntó el noble levantando la mirada.
Josuak asintió.
El gordo hombre cerró el puño con fuerza alrededor del
anillo.
- ¿Había alguien con él? -preguntó, guardando el anillo en
uno de los numerosos pliegues de su túnica.
- No, estaba solo.
- Bien. -el Canciller se puso en pie y dio un corto paseo
alrededor del salón. Josuak y Gorm le siguieron con la mirada desde sus
asientos.
-Ese cerdo se lo tenía bien merecido -dijo sin dejar de
caminar dando vueltas entre los muebles que atestaban la estancia-. He sido el
hazmerreír de toda la nobleza -seguía diciendo, hablando muy rápido, casi para
sí mismo-. Pero ya me he vengado, oh sí, ese cerdo ha pagado bien caro el
burlarse de mí y de mi hija. -sus pasos le llevaron hasta la gran puerta de
entrada al salón, y a punto estaba de perderse por ella cuando Josuak le llamó.
-Perdone, Canciller -dijo Josuak poniéndose en pie-, pero,
según nuestro acuerdo, nos debe algo de dinero.
-¿Dinero? -preguntó el hombre desde el alféizar de la
puerta. Sus ojos se cruzaron brevemente hasta que por fin pareció entender-.
¡Ah, dinero! -exclamó-. ¡Claro, mi buen amigo, el dinero! -dejó la puerta y
volvió al centro del salón-. Ahora mismo le diré a Afrede que os traiga vuestra
recompensa. Cien monedas de oro para cada uno, si mal no recuerdo -dijo mirando
alternativamente a los dos aventureros.
-En efecto -respondió Josuak.
- Bien, esperad aquí. -el Canciller se dirigió de nuevo
hacia la puerta- Afrede os traerá vuestro dinero ahora mismo. Hay asuntos
urgentes que debo atender, así que debo abandonaros. Esta tarde llega una
compañía de caballeros de Stumlad y tengo que estar en la recepción que se dará
en la Hacienda de los Señores. Tengo que arreglarme, buscar las ropas
adecuadas... Hay un millar de cosas por hacer. Estoy muy ocupado ¬insistió y
abrió la puerta-. De todas formas, ya sé donde puedo encontraros en caso de que
vuelva a necesitar de vuestros… -hizo una pausa buscando la palabra adecuada-
...servicios. -dicho esto salió de la estancia y se internó por el pasillo.
Josuak y Gorm esperaron largo rato en el salón hasta que el
criado apareció por fin. El hombre, con el mismo semblante serio de antes,
apenas les dirigió un par de palabras y les dio una bolsita de cuero a cadauno.
Josuak guardó la suya en sus pantalones mientras que Gorm sostuvo la suya en su
gran manaza sin saber muy bien que hacer con ella.
-Si quieren acompañarme hasta la salida -les invitó
educadamente el criado a irse.
Una vez en la calle, Gorm le pasó su bolsa de oro a Josuak.
- Toma, guárdame el dinero -le dijo-. A ti se te dan esas
cosas de los números mejor que a mí.
Josuak depositó la bolsa del gigante en otro bolsillo.
- No sé en que gastarme tu dinero -dijo Josuak esbozando una
sonrisa y se mesó la barbilla con una mano-. Puede que en vino.
-Sé que no lo harás -respondió Gorm con tono calmado-.
Además, si lo hicieses, te rompería el cuello -añadió.
- En ese caso guardaré tu dinero como si fuese mío -dijo
Josuak bajando los escalones de la mansión.
La calle bullía de agitación. Los dos mercenarios se
internaron entre el gentío y emprendieron el camino de regreso a la posada.
Tras recorrer unos cien pasos, escaparon de la aglomeración a través de una
estrecha callejuela lateral. Siguieron el callejón hacia el norte y fueron a
parar a la zona del mercado. La calle estaba atestada de gente, los comercios
abiertos y los dependientes anunciaban a gritos sus productos. La multitud se
agolpaba sobre los puestos y gritaba también. Josuak y Gorm recorrieron la
calle sin intercambiar ni una sola palabra hasta que llegaron a la posada.
El salón central de la taberna empezaba a estar concurrido a
medida que llegaba la tarde. Los mercaderes, acabados su negocios, conversaban
en las mesas bebiendo cerveza. La sala aún no estaba llena, aunquesólo era
cuestión de tiempo. Los dos mercenarios se sentaron en una mesa y aguardando a
que una de las camareras les atendiera.
-Hola, Josuak -le saludó la rubia moza, cuyos labios
sonrieron con complicidad.
-Hola, Teena -respondió el hombre devolviéndole la sonrisa-.
¿Qué tal el día?
-Bien, aunque estoy un poco cansada -la chica se acarició
fugazmente la mejilla-. Después de lo de anoche... -insinuó coquetamente, sin
llegar a completar la frase.
- Sí, yo también estoy algo cansado.
-Bueno, ¿qué queréis tomar? -preguntó la chica y miró por
primera vez a Gorm. El gigante tenía la vista perdida en alguna parte de la
pared del fondo del salón.
-Dos jarras de cerveza -pidió Josuak. La chica asintió y se
retiró.
Los dos guerreros permanecieron en silencio. La camarera
regresó al poco tiempo con sus bebidas.
- ¿Vais a quedaros a dormir hoy? -preguntó mientras
depositaba las grandes jarras de cristal sobre la vieja mesa.
-Sí -respondió Josuak a la vez que ayudaba a la chica a
dejar la segunda jarra.
-Vaya, quizás nos podamos ver entonces, esta noche, cuando
acabe de trabajar... -dijo ella, dejando en el aire sus últimas palabras.
-Sí, quizás nos veamos -asintió Josuak. La camarera se dio
la vuelta y se retiró contoneándose de forma exagerada. Josuak contempló el
balanceo de sus caderas y dio un trago de su cerveza.
Pasaron un par de horas. Los dos compañeros disfrutaron de
la cerveza en la mesa de la taberna mientras el salón iba estando cada vez más
concurrido. Varios comerciantes locales ocupaban una mesa contigua. Algunos
soldados fuera de servicio conversaban a gritos en la barra, sus bravuconadas
oyéndose en toda la estancia. Una pareja de extraviados viajeros eran el objeto
de las burlas de un grupo de aventureros. El salón estaba abarrotado y el
estruendo de voces y gritos se imponía a todos los demás sonidos.
- ¡Aquel hombre no sabía con quien se estaba enfrentando!
-exclamó uno de los soldados desde la barra mientras contaba una hazaña
supuestamente realizada por él. Sus camaradas estallaron en una carcajada e
hicieron chocar violentamente sus jarras.
Josuak observó a los soldados y reconoció a alguno de ellos,
ninguno un amigo, compañeros de cuando formaba parte de la milicia. Los
soldados siguieron gritando y bebiendo, por lo que el aventurero pasó a mirar a
Gorm. El gigante se limitaba a contemplar el caótico espectáculo que ofrecía la
sala, recostado en la frágil silla con los brazos cruzados sobre el desnudo
pecho. Su rectangular rostro permanecía tranquilo y relajado, los distantes
ojos levemente enrojecidos a causa del alcohol.
En ese momento, un hombre entró en la posada y su grito se
impuso sobre el alboroto reinante.
-¡Los caballeros! -chilló con voz aguda-. ¡Los caballeros ya
han llegado!
Varias exclamaciones de júbilo respondieron al anuncio. Todo
el mundo se levantó de sus mesas y se precipitó hacia la puerta. Incluso el
posadero Burk y alguna de las camareras dejaron sus quehaceres y se acercaron a
observar. Josuak y Gorm salieron al exterior también.
La avenida estaba completamente atestada de gente, ocupando
toda la calzada a excepción de un pasillo central que se abría a lo largo de la
calle. Los ciudadanos que allí se agolpaban vitoreaban y loaban a los valientes
caballeros de Stumlad. Las mujeres más jóvenes se peleaban por situarse en las
primeras filas y ser el objeto de las miradas, mientras los hombres cargaban
sobre sus hombros a los niños para que estos también pudieran ver el desfile.
Un estandarte apareció al principio de la calle y la
muchedumbre estalló en un nuevo clamor. La bandera era blanca, con dos torres
grises dibujadas sobre un brillante sol dorado. Era el símbolo de Stumlad, el
mayor y más próspero reino de Valsorth. Tras el estandarte avanzaban en
formación una veintena de tamborileros, que
tocaban una marcha militar. El desfile se acercaba. La gente se agolpó aún más
sobre el centro de la calle. El redoble de los tambores cada vez era más
potente. Y entonces apareció el primero de los caballeros, cabalgando sobre un
precioso corcel negro. El guerrero iba cubierto por una plateada armadura que
relucía carmesí con las últimas luces del atardecer. Las placas se cerraban sobre
su pecho, protegiendo todo el torso y formando abultadas formas cóncavas sobre
sus hombros. El casco que ocultaba el rostro del caballero era plateado
también, con una visera móvil enrejada a través de la cual se distinguía apenas
la sombra de un rostro. La capa roja era el único adorno en su vestimenta, que
ondeaba levemente cayendo sobre el lomo de la montura.
La gente gritó al hombre, saludándole, animándole, todo el
mundo enfervorizado por su presencia. El caballero alzó en señal de saludo una
mano protegida en cota de malla. Los espectadores respondieron con un nuevo
estruendo de aplausos.
Detrás del primer caballero seguía una hilera de soldados de
Stumlad. Todos iban montados sobre magníficos caballos de guerra, fuertes y de
potentes extremidades. Los caballeros desfilaban muy estirados sobre sus
monturas, respondiendo con educación a los gritos de los lugareños. La hilera
pasó en procesión por delante de la taberna, lugar desde donde Josuak y Gorm
observaban entre el gentío. Era una escuadra pequeña, no más que una veintena
de guerreros, por lo que Josuak aventuró que se trataría tan sólo de un capitán
y su guardia personal. Los guerreros siguieron su lento avance por la avenida,
mientras los gritos y las alabanzas de la multitud se prolongaban tras ellos.
- No sabía que los caballeros fueran tan queridos -dijo Gorm
sin perder de vista a uno de los guerreros que pasaba en ese momento ante
ellos.
- ¿Los caballeros de Stumlad queridos? -preguntó
irónicamente Josuak y miró divertido a su gigantesco amigo-. Los caballeros de
Stumlad son la fuerza militar más importante de todo Valsorth -explicó el
mercenario y se volvió hacia el desfile-. Se cuentan historias legendarias
sobre el valor de la caballería Stumladiana. Fueron ellos junto a los elfos y los
gigantes los que expulsaron al Rey Dios. ¿Acaso no te explicaron esa historia
los de tu raza? Al fin y al cabo vosotros también participasteis en la alianza
contra los ejércitos de dragones.
-Bueno, sí -respondió Gorm con brusquedad-. Pero no sabía que
aquí, tan lejos de Stumlad se apreciase tanto a los caballeros. -el gigante se
detuvo un instante antes de seguir hablando-. A decir verdad, en las montañas
no tenemos mucho aprecio por los Stumladianos. -hizo una larga pausa, los ojos
fijos en la brillante armadura del último caballero que cerraba el desfile-.
Más bien sentimos odio.
-¿Odio? ¿Contra los caballeros de Stumlad? -Josuak se rió-.
Vaya, eso sí que es bueno. Por fin alguien deja de loar las hazañas de los
caballeros y de alabarles eternamente por habernos liberado del Rey Dios.
- Los caballeros no se portaron muy bien con mi raza -dijo
el gigante sin parecer oírle-. Después de la guerra, una vez se derrotó al
enemigo, los caballeros nos expulsaron de los salones del palacio. Estaban
ansiosos por el oro y las riquezas. No querían compartir nada. -el serio rostro
de Gorm no expresaba el menor rencor-. Mataron a muchos de los míos -afirmó
simplemente.
- Ya, conozco la historia; todo aquel oro significó el final
de la alianza -corroboró Josuak-. La batalla que se produjo en los salones
entre los caballeros humanos y los elfos de Shalanest acabó con la muerte de
muchos guerreros de ambas razas.
-Y gigantes -añadió Gorm.
- Sí, y gigantes. -Josuak vio al último de los caballeros
alejándose al paso sobre su montura, la gente rodeándole, estirando sus brazos
para poder siquiera rozar al ídolo-. La enemistad que hay entre elfos y humanos
empezó con aquella batalla -siguió explicando el mercenario-. Unos cuantos
tesoros consiguieron aquello que el Rey Dios no logró; separar a las razas de
Valsorth.
El desfile se perdió a lo lejos entre el mar de cabezas. El
sonido de los tambores y los aplausos se apagó poco después.
- Vamos dentro -dijo Josuak. Gorm asintió y ambos se
refugiaron del frío viento del anochecer en la calidez del salón de la posada.
Una vez de regreso en la mesa, pidieron una bandeja de carne
para cenar. La estancia estaba aún más llena si cabe, haciendo casi imposible
moverse por ella. Las camareras portaban grandes bandejas en equilibrios
imposibles y se abrían paso a base de gritos. La comida tardó bastante en
llegar, pero la espera mereció la pena; la rebosante bandeja mostraba una
decena de gruesas chuletas de cordero, de crujiente piel y el interior crudo y
sanguinolento. Los dos mercenarios agarraron una chuleta cada uno y empezaron a
devorarla.
-Esto es vida -dijo Josuak sin dejar de masticar la jugosa
carne-. Con el dinero del último trabajo podemos estar un par de semanas así.
Gorm asintió y desgarro con rudeza la carne.
-Sí, ya buscaremos otro encargo cuando se nos acabe el
dinero. -Josuak tiró el hueso sobre la mesa y alcanzó otra pieza de carne. El
bullicio dentro del salón iba en aumento a medida que nuevos clientes entraban
por la puerta. Todo el mundo comentaba el desfile de los caballeros de Stumlad
por el centro de la ciudad.
- El capitán era un hombre muy apuesto -argumentó una mujer,
una vendedora del mercado, que debatía con una amiga las virtudes estéticas de
los caballeros.
Josuak sonrió al recordar el aparatoso casco de los
caballeros, que impedía ver cualquier rasgo de sus rostros.
-Sí, el capitán también era muy atractivo -siguió diciendo
otra de las mujeres.
Un grupo de clientes discutía en otra mesa cercana sobre el
propósito de la visita de los caballeros. Un viejo, con patentes señales de
embriaguez, gritaba que algo maligno debía estar sucediendo para que los
Stumladianos enviaran una compañía tan al sur.
- Stumlad nos ha protegido de los elfos durante muchos años
-le contestó otro hombre-. ¿Quién ha impedido que los elfos salieran de sus
bosques y nos atacaran? -preguntó echando una mirada a los que le rodeaban-.
Gracias a ellos ésta es una región tranquila y libre de peligros. Por tanto yo
me alegro de que las tropas se instalen en la ciudad.
-No estoy diciendo eso, maldito estúpido -respondió el
borracho, hablando muy lentamente y arrastrando las eses al hacerlo-. Lo que
digo es que hacía años que no aparecían por aquí. ¿Cómo es que lo hacen ahora?
Los hombres siguieron discutiendo, cada vez más
acaloradamente. La gente que estaba de pie a su alrededor se retiró al
presagiar que la pelea era inminente.
-¿Por qué eres tan desagradecido? -gritó el más joven-. No
puedo creer lo que estoy oyendo.
- Necio, ¿es que no entiendes lo que te digo? ¿Es que eres
tan estúpido que no comprendes mis palabras? -le increpó el viejo.
Los insultos fueron a mayores. Uno de los hombres se levantó
violentamente y derribó una jarra, que cayó al suelo partiéndose en un
estallido de cristales. El otro se puso en pie también. La gente se echó hacia
atrás.
-¡Basta ya! -gritó Burk mientras se interponía entre los
enfurecidos clientes-. ¡Nada de peleas dentro de mi local! Id fuera si queréis
pelear -advirtió y empujó a los dos hombres, separándoles. La tensión se
mantuvo durante unos instantes, pero finalmente el viejo borracho se retiró y
se perdió entre la gente que abarrotaba el salón. El más joven volvió a
sentarse, fanfarroneando sobre la suerte que había tenido el primero de que el
posadero hubiese aparecido. Burk lanzó una despectiva mirada al cliente y se
retiró para continuar trabajando.
- Creo que voy a subir a mi habitación -dijo Gorm entonces.
El gigante había estado muy callado desde el desfile, y de no muy buen humor.
-¿Te encuentras bien? -preguntó Josuak.
-Sí, no es nada -respondió Gorm mientras se ponía en pie-.
Sólo me siento un poco cansado -dijo escuetamente-. ¿Vas a quedarte aquí? -le
preguntó.
- No, hay demasiada gente. Creo que iré a dar un paseo por
la ciudad.
- Está bien. Ya nos veremos. -y sin decir nada más, Gorm se
giró y se abrió paso entre la numerosa clientela. Josuak le observó desaparecer
escaleras arriba, acabó su cerveza y dudó en pedir otra jarra.
- ¡Y que porte tan majestuoso tenían sobre sus caballos!
-dijo a su espalda una de las mujeres, que seguían conversando sobre los
guerreros Stumladianos.
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