28 octubre 2013

La caída de Teshaner (XV)

Kaliena recorría a toda prisa la avenida en dirección al centro de la ciudad. La mujer caminaba a rápidas zancadas por el empedrado, resbaladizo por la nieve y el hielo, sin reparar apenas en lo que sucedía a su alrededor. La avenida continuaba prácticamente desierta, con tan sólo unos pocos y solitarios transeúntes circulando por ella, también presurosos por llegar a su destino. Los edificios que franqueaban la vía tenían las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. El brillo de las lámparas y las velas se adivinaba en su interior, donde los ciudadanos se habían guarecido del frío y el miedo.
La mujer siguió su camino sin levantar apenas la mirada de la blanca calzada, los ojos fijos en las puntas de sus botas que pisaban con fuerza sobre la nieve, dejando un solitario rastro tras ella. La cólera producida por su conversación con el mercenario apenas había disminuido desde que había abandonado la posada. Las palabras de Josuak le habían alterado profundamente y su enfado iba en aumento a medida que caminaba, sin lograr calmarse o contener su furia.
¿Quién se creía que era ese mercenario? Kaliena maldijo en silencio. Sus creencias le hacían confiar en la buena voluntad de la gente, en la generosidad, en la ayuda mutua. El egoísmo era uno de los mayores pecados que alguien podía cometer y Josuak era sin duda el mayor egoísta que había conocido nunca. Era valiente y se había comportado con firmeza en la batalla del Paso del Cuenco, pero, a pesar de ello, era un hombre que sólo miraba por su propio interés, sin importarle nadie más. Sin duda alguna, él y el gigante que le acompañaba les hubiesen abandonado en la montaña si así hubiesen podido salvar sus miserables vidas. Y ahora que el caos había alcanzado las propias puertas de la civilización, la mujer sospechaba que los dos mercenarios no sentirían ningún remordimiento en huir de la ciudad y dejar a sus habitantes a su propia suerte. La clérigo volvió a maldecir entre dientes y trató otra vez de calmarse. No podía dejar que el enfado turbara sus sentidos. Tenía que controlarse y evitar que aquellos dos buscavidas le hicieran hervir la sangre con su falta de humanidad y valores morales.
Respirando profundamente, la mujer alzó la mirada y continuó en dirección a la abadía de su orden. Ésta se encontraba cinco calles más allá, poco antes de llegar a las murallas de las haciendas de los Lores de Teshaner. Su nombre era Abadía de San Frair, en honor del monje que había dedicado su vida a ayudar y sanar a los desamparados primeros pobladores del sur de Valsorth. El edificio constaba de una gran iglesia de altas y apuntaladas torres, de paredes de roca gris salpicadas por alargados y estrechos ventanucos. A los lados se abrían dos secciones independientes, construidas con posterioridad, como delataba los grandes bloques de terrosa piedra azulada que habían sido empleados en su construcción. Se trataba de dos edificios más bajos, de apenas diez metros de altura, y que albergaban las celdas de los monjes. Un sendero de negros adoquines discurría entre cuidados setos desde la avenida hasta la grandiosa puerta principal de la iglesia. Las estatuas de santos enmarcaban la entrada, contemplando con ojos piadosos a la recién llegada.
Por encima de las figuras se extendía una red de filigranas grabadas en la piedra, que se entrecruzaban como si de plantas trepadoras se tratase hasta alcanzar la cúspide, donde un elaborado tejado triangular servía de balcón para más estatuas.
La mujer se detuvo un instante antes de empujar los pesados portones. Cerrando los ojos, suspiró profundamente, tratando de expulsar los últimos restos de agitación o intranquilidad que aún albergaba en su ser. Una vez hecho esto, empujó una de las puertas, que se resistió levemente a ser abierta, y pasó al oscuro interior de la iglesia. Cerró la puerta tras de si y el rumor del viento que soplaba fuera murió, siendo reemplazado por un silencio absoluto.
La estancia era inmensa, abriéndose las paredes a los lados y perdiéndose en la penumbra. Una corta escalera se abría al fondo, conduciendo a un altar de doradas vasijas. En el centro de la tarima se alzaba una delgada figura de madera; un frágil hombre de rostro sereno a pesar de las heridas que surcaban sus brazos y piernas. Era la figura de Korth. Una alfombra roja marcaba el camino entre dos hileras de bancos, desde la puerta hasta el altar. Kaliena caminó silenciosa por él y, al llegar a las escalera, se arrodilló y hundió la cabeza. Un momento después, sus labios se movieron en una susurrante plegaria.
- Por la vida, por la luz, por el alma de todos -empezó a rezar, su monótona voz rompió con su leve murmullo el silencio de la iglesia-. Más allá de todo aquello que vemos, tocamos u olemos, más allá de todo lo material, más allá del mundo que hay ante nuestros ojos, más allá de nuestras vidas y las vidas de nuestros hijos, nuestra alma es eterna, nuestro ser permanecerá, la vida no termina nunca y nunca terminaremos con la vida.
La mujer continuó con sus oraciones durante un par de minutos. Al acabar, se levantó lentamente y por fin levantó la mirada con un respetuoso gesto. La estatua de Korth se alzaba ante ella como un padre protector. Kaliena observó el bello símbolo de su divinidad y realizó el gesto de la vida sobre sus labios. Acto seguido, se dio la vuelta y emprendió el camino hacia una de las puertas laterales que yacían ocultas en la oscuridad de las paredes.
Dejando la vacía iglesia, siguió por un pasillo hacia el ala oeste de la abadía. Sus botas de cuero resonaban sobre la suelo de piedra. Pasó sin detenerse ante numerosas puertas cerradas, luego cruzó otro salón que albergaba una gran mesa rodeada de innumerables sillas. Todo era silencio y penumbra, la trémula luz de las pocas velas y antorchas que pendían en las paredes conferían un aspecto lóbrego al amplio comedor.
Kaliena echó una rápida mirada a la sala y la abandonó por un nuevo pasadizo que se abría en la pared opuesta. Siguió caminando en dirección a las escaleras que conducían a su habitación, cuando se topó con uno de los novicios. Era un joven vestido con la toga marrón del monasterio y que llevaba la cabeza rapada por completo como correspondía a todos los estudiantes.
- Señora, el padre Sebashian me ha mandado en vuestra búsqueda -dijo el muchacho inclinando la cabeza y pronunciando cada palabra con excesiva formalidad.
- ¿Sebashian quiere verme? -preguntó Kaliena, extrañada, y esperó a que el estudiante levantara la vista y la mirara-. ¿Ya se ha recuperado?
- No, continúa guardando reposo en su celda. El padre Arsman se ha ocupado de curar sus heridas.
- Está bien. Gracias -dijo la mujer con aire ausente-. Ahora puedes retirarte -añadió antes de pasar junto al muchacho y emprender el camino en dirección a la habitación de Sebashian.
La cámara del religioso se encontraba en el segundo piso del edificio. Una pequeña puerta de madera se abría a un minúsculo habitáculo de paredes de piedra desnuda. Un catre de rústica factura y una mesa con una lámpara de aceite sobre ella eran los únicos muebles de la habitación. Las danzantes luces de la lámpara iluminaban los rostros anaranjados de dos hombres ya mayores y de nevados cabellos. En la cama, cubierto hasta el cuello por una manta de pieles, el padre Sebashian conversaba con los dos hermanos de la orden.
Al entrar Kaliena, los tres hombres se quedaron mirándola. Los cansados ojos de Sebashian brillaron levemente al reconocerla.
- ¡Kaliena! Pasa, no te quede ahí -le saludó con aire jovial, aunque no pudo evitar que un leve rastro de fatiga amargara su voz.
- Gracias, padre -asintió Kaliena y entró en la celda.
- Estaba conversando con Frau Alfres y el padre Arsman -siguió el convaleciente monje, dedicando una rápida mirada a sus dos acompañantes-. Les estaba relatando la increíble aventura que tuvimos en las colinas de Terasdur.
- Sí, debió ser muy duro cruzar las colinas con este temporal -dijo Frau Alfres, un hombre mayor y de ojos lechosos-. Todos estamos muy apenados por lo sucedido en el monasterio.
- Nos gustaría poder realizar un entierro ceremonial -dijo entonces el padre Arsman, otro hombre de más de sesenta años, aunque lo arrugado de su rostro le hacía parecer aún más viejo-. Si pudiésemos, haríamos un gran rito en honor de todos los hermanos que murieron a manos de esas salvajes criaturas.
Kaliena se limitó a bajar la cabeza, evitando que el resplandor de la lámpara iluminara sus ojos.
- Por desgracia, no hay tiempo para recordar a los muertos -dijo Frau Alfres y volvió a centrar su atención en el herido Sebashian-. Los Lores han convocado una reunión esta tarde. Han sido convocados todos los parlamentarios con derecho a voto así como varios invitados. En la asamblea se debatirá la estrategia a seguir ante la terrible situación en que nos encontramos.
El padre Arsman continuó explicándole la situación al herido monje.
- Según los cálculos de varios observadores, estamos rodeados por unos diez millares de orkos -dijo, sus palabras adquiriendo involuntariamente un tono funesto.
- ¿¡Diez millares!? -exclamó alarmado Sebashian-. ¡No puede ser! ¡No puede haber tantos enemigos rodeándonos!
- Me temo que es verdad. -Kaliena volvió a tomar la palabra-. Creo que hasta puede que esos cálculos se queden cortos. -la mujer miró brevemente a Frau Alfres y al padre Arsman-. Yo misma he visto con mis propios ojos cómo incontables campamentos se han establecido en las afueras de la ciudad, tantos y tantos que casi parecen llegar hasta el horizonte.
- No hay que ser pesimista -le regañó veladamente el padre Arsman-. Puede que haya muchos de esos monstruos, pero no hay nada que puedan hacer contra nuestras murallas.
- Además, están los caballeros de Stumlad -añadió Frau Alfres-. El grueso de las tropas se encuentra al oeste, a tan sólo unos pocos días de marcha, y cuando sepan de la situación que ha acontecido aquí vendrán en nuestra ayuda.
- Con semejantes guerreros de nuestro lado no tenemos nada que temer -dijo el padre Arsman, aunque, a pesar de lo seguro de su tono, un atisbo de duda brillaba en sus ojos.
- No es bueno confiarse -repuso Kaliena, tratando de que su voz sonara lo más respetuosa posible-. No cuando a las puertas de la ciudad se ha instalado un ejército de seres malignos.
- ¡Los orkos apenas son bestias! -clamó Frau Alfres. Al instante, al sentir la desaprobadora mirada del padre Arsman, el monje recuperó su monótona entonación-. No creo que haya que ser catastrofista. Hay muchos orkos, eso es verdad, pero por la gracia de nuestra señor Korth, jamás podrán derrotar a nuestra milicia. Eso sin contar el seguro apoyo de los caballeros de Stumlad.
- Sin duda tenéis razón -intervino Sebashian inclinándose con dificultad en su lecho-. Pero lo que nos pasó en las colinas no es un buen presagio -el gordo monje se acomodó apoyando los codos sobre la almohada-. Los orkos iban acompañados de unos seres brutales y malvados. Eran como lobos, pero más grandes, y llenos de odio y cólera. El gigante mercenario que nos acompañaba los llamó... ¿Cómo era? -el hombre interrogó con la mirada a Kaliena-. Hiaullus creo que los llamó -siguió antes de que la mujer pudiese responder-. Esas bestias acabaron con varios de los soldados, sin que estos pudieran hacer nada por defenderse. -en ese momento, un rápido gesto de dolor cruzó el rostro del monje. Sus ojos se tornaron blancos durante un instante y su boca dejó escapar un débil quejido.
- ¿Qué os sucede? -preguntó alertado Frau Alfres, acercándose un poco más a la cama de Sebashian.
- Nada, no es nada -negó con la cabeza éste-. Tan sólo un repentino mareo.
- Bueno -el padre Arsman apoyó una mano sobre la del Frau Alfres-, será mejor que dejemos descansar a nuestro buen Sebashian. Ya tendremos tiempo para hablar cuando esté del todo recuperado.
- No, padre, en verdad que me encuentro perfectamente -trató de impedir Sebashian que sus hermanos se fueran.
- Ya nos veremos a la hora de la cena -dijo el padre, haciendo abandonar la celda a Frau Alfres y Kaliena.
Una vez en el pasillo, los dos hombres se despidieron y se alejaron por el pasillo en dirección a la iglesia. Kaliena dudo en volver a entrar en la cámara de Sebashian. Tras meditarlo un instante, decidió que era mejor no molestarle más e irse a su propia celda. La mujer se encaminó por la silenciosa abadía hacia las escaleras y subió hasta su habitación.
Era una celda muy pequeña, más aún que la del monje Sebashian, y el modesto catre ocupaba casi por completo toda la superficie. En las paredes tan sólo había colgada una medalla de madera con el símbolo de Korth, una cruz cornada por un semicírculo. Al ver la cama, un repentino cansancio invadió a la mujer. A punto estuvo de dejarse caer sobre el colchón, pero sabía que no podía descansar, aún no. La asamblea tendría lugar en apenas un par de horas y debía preparar su discurso por si acaso su palabra era solicitada.
Tras sacudir la cabeza para despejarse, se sentó en un taburete frente a la mesa que había en el rincón y buscó en el cajón un pergamino y una pluma. Miró el blanco papel durante largos segundos, buscando una forma de empezar a contar lo sucedido. Entonces recordó las llamas devorando el monasterio. Casi pudo ver cómo las torres y los establos eran incendiados, el humo alzándose en una densa nube negra. Luego recordó la imagen de los asustados monjes tratando de defenderse, sus gritos cortando la fría mañana, cayendo ante las hordas de sanguinarios orkos. Decenas de amigos, rostros conocidos, compañeros, todos asesinados. La pluma empezó a temblar entre los dedos de la mujer. El crepitar del fuego seguía resonando en su cabeza, al igual que los gritos de auxilio de sus hermanos al ser exterminados. Kaliena dejó la pluma a un lado e inclinó la cabeza, posándola sobre los brazos, tratando fútilmente de contener las lágrimas.



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