Kaliena recorría a toda
prisa la avenida en dirección al centro de la ciudad. La mujer caminaba a
rápidas zancadas por el empedrado, resbaladizo por la nieve y el hielo, sin
reparar apenas en lo que sucedía a su alrededor. La avenida continuaba
prácticamente desierta, con tan sólo unos pocos y solitarios transeúntes circulando
por ella, también presurosos por llegar a su destino. Los edificios que
franqueaban la vía tenían las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. El
brillo de las lámparas y las velas se adivinaba en su interior, donde los
ciudadanos se habían guarecido del frío y el miedo.
La mujer siguió su camino
sin levantar apenas la mirada de la blanca calzada, los ojos fijos en las puntas
de sus botas que pisaban con fuerza sobre la nieve, dejando un solitario rastro
tras ella. La cólera producida por su conversación con el mercenario apenas
había disminuido desde que había abandonado la posada. Las palabras de Josuak
le habían alterado profundamente y su enfado iba en aumento a medida que
caminaba, sin lograr calmarse o contener su furia.
¿Quién se creía que era
ese mercenario? Kaliena maldijo en silencio. Sus creencias le hacían confiar en
la buena voluntad de la gente, en la generosidad, en la ayuda mutua. El egoísmo
era uno de los mayores pecados que alguien podía cometer y Josuak era sin duda
el mayor egoísta que había conocido nunca. Era valiente y se había comportado
con firmeza en la batalla del Paso del Cuenco, pero, a pesar de ello, era un hombre
que sólo miraba por su propio interés, sin importarle nadie más. Sin duda
alguna, él y el gigante que le acompañaba les hubiesen abandonado en la montaña
si así hubiesen podido salvar sus miserables vidas. Y ahora que el caos había
alcanzado las propias puertas de la civilización, la mujer sospechaba que los dos
mercenarios no sentirían ningún remordimiento en huir de la ciudad y dejar a
sus habitantes a su propia suerte. La clérigo volvió a maldecir entre dientes y
trató otra vez de calmarse. No podía dejar que el enfado turbara sus sentidos.
Tenía que controlarse y evitar que aquellos dos buscavidas le hicieran hervir la
sangre con su falta de humanidad y valores morales.
Respirando profundamente,
la mujer alzó la mirada y continuó en dirección a la abadía de su orden. Ésta
se encontraba cinco calles más allá, poco antes de llegar a las murallas de las
haciendas de los Lores de Teshaner. Su nombre era Abadía de San Frair, en honor
del monje que había dedicado su vida a ayudar y sanar a los desamparados
primeros pobladores del sur de Valsorth. El edificio constaba de una gran
iglesia de altas y apuntaladas torres, de paredes de roca gris salpicadas por
alargados y estrechos ventanucos. A los lados se abrían dos secciones
independientes, construidas con posterioridad, como delataba los grandes bloques
de terrosa piedra azulada que habían sido empleados en su construcción. Se
trataba de dos edificios más bajos, de apenas diez metros de altura, y que
albergaban las celdas de los monjes. Un sendero de negros adoquines discurría
entre cuidados setos desde la avenida hasta la grandiosa puerta principal de la
iglesia. Las estatuas de santos enmarcaban la entrada, contemplando con ojos
piadosos a la recién llegada.
Por encima de las figuras
se extendía una red de filigranas grabadas en la piedra, que se entrecruzaban como
si de plantas trepadoras se tratase hasta alcanzar la cúspide, donde un
elaborado tejado triangular servía de balcón para más estatuas.
La mujer se detuvo un
instante antes de empujar los pesados portones. Cerrando los ojos, suspiró profundamente,
tratando de expulsar los últimos restos de agitación o intranquilidad que aún
albergaba en su ser. Una vez hecho esto, empujó una de las puertas, que se
resistió levemente a ser abierta, y pasó al oscuro interior de la iglesia.
Cerró la puerta tras de si y el rumor del viento que soplaba fuera murió,
siendo reemplazado por un silencio absoluto.
La estancia era inmensa,
abriéndose las paredes a los lados y perdiéndose en la penumbra. Una corta escalera
se abría al fondo, conduciendo a un altar de doradas vasijas. En el centro de
la tarima se alzaba una delgada figura de madera; un frágil hombre de rostro
sereno a pesar de las heridas que surcaban sus brazos y piernas. Era la figura
de Korth. Una alfombra roja marcaba el camino entre dos hileras de bancos, desde
la puerta hasta el altar. Kaliena caminó silenciosa por él y, al llegar a las
escalera, se arrodilló y hundió la cabeza. Un momento después, sus labios se
movieron en una susurrante plegaria.
- Por la vida, por la
luz, por el alma de todos -empezó a rezar, su monótona voz rompió con su leve murmullo
el silencio de la iglesia-. Más allá de todo aquello que vemos, tocamos u
olemos, más allá de todo lo material, más allá del mundo que hay ante nuestros
ojos, más allá de nuestras vidas y las vidas de nuestros hijos, nuestra alma es
eterna, nuestro ser permanecerá, la vida no termina nunca y nunca terminaremos
con la vida.
La mujer continuó con sus
oraciones durante un par de minutos. Al acabar, se levantó lentamente y por fin
levantó la mirada con un respetuoso gesto. La estatua de Korth se alzaba ante
ella como un padre protector. Kaliena observó el bello símbolo de su divinidad
y realizó el gesto de la vida sobre sus labios. Acto seguido, se dio la vuelta
y emprendió el camino hacia una de las puertas laterales que yacían ocultas en
la oscuridad de las paredes.
Dejando la vacía iglesia,
siguió por un pasillo hacia el ala oeste de la abadía. Sus botas de cuero
resonaban sobre la suelo de piedra. Pasó sin detenerse ante numerosas puertas
cerradas, luego cruzó otro salón que albergaba una gran mesa rodeada de
innumerables sillas. Todo era silencio y penumbra, la trémula luz de las pocas
velas y antorchas que pendían en las paredes conferían un aspecto lóbrego al
amplio comedor.
Kaliena echó una rápida
mirada a la sala y la abandonó por un nuevo pasadizo que se abría en la pared opuesta.
Siguió caminando en dirección a las escaleras que conducían a su habitación,
cuando se topó con uno de los novicios. Era un joven vestido con la toga marrón
del monasterio y que llevaba la cabeza rapada por completo como correspondía a
todos los estudiantes.
- Señora, el padre
Sebashian me ha mandado en vuestra búsqueda -dijo el muchacho inclinando la
cabeza y pronunciando cada palabra con excesiva formalidad.
- ¿Sebashian quiere
verme? -preguntó Kaliena, extrañada, y esperó a que el estudiante levantara la
vista y la mirara-. ¿Ya se ha recuperado?
- No, continúa guardando
reposo en su celda. El padre Arsman se ha ocupado de curar sus heridas.
- Está bien. Gracias
-dijo la mujer con aire ausente-. Ahora puedes retirarte -añadió antes de pasar
junto al muchacho y emprender el camino en dirección a la habitación de
Sebashian.
La cámara del religioso
se encontraba en el segundo piso del edificio. Una pequeña puerta de madera se abría
a un minúsculo habitáculo de paredes de piedra desnuda. Un catre de rústica
factura y una mesa con una lámpara de aceite sobre ella eran los únicos muebles
de la habitación. Las danzantes luces de la lámpara iluminaban los rostros
anaranjados de dos hombres ya mayores y de nevados cabellos. En la cama, cubierto
hasta el cuello por una manta de pieles, el padre Sebashian conversaba con los
dos hermanos de la orden.
Al entrar Kaliena, los
tres hombres se quedaron mirándola. Los cansados ojos de Sebashian brillaron levemente
al reconocerla.
- ¡Kaliena! Pasa, no te
quede ahí -le saludó con aire jovial, aunque no pudo evitar que un leve rastro
de fatiga amargara su voz.
- Gracias, padre -asintió
Kaliena y entró en la celda.
- Estaba conversando con
Frau Alfres y el padre Arsman -siguió el convaleciente monje, dedicando una rápida
mirada a sus dos acompañantes-. Les estaba relatando la increíble aventura que
tuvimos en las colinas de Terasdur.
- Sí, debió ser muy duro
cruzar las colinas con este temporal -dijo Frau Alfres, un hombre mayor y de
ojos lechosos-. Todos estamos muy apenados por lo sucedido en el monasterio.
- Nos gustaría poder
realizar un entierro ceremonial -dijo entonces el padre Arsman, otro hombre de
más de sesenta años, aunque lo arrugado de su rostro le hacía parecer aún más
viejo-. Si pudiésemos, haríamos un gran rito en honor de todos los hermanos que
murieron a manos de esas salvajes criaturas.
Kaliena se limitó a bajar
la cabeza, evitando que el resplandor de la lámpara iluminara sus ojos.
- Por desgracia, no hay
tiempo para recordar a los muertos -dijo Frau Alfres y volvió a centrar su
atención en el herido Sebashian-. Los Lores han convocado una reunión esta
tarde. Han sido convocados todos los parlamentarios con derecho a voto así como
varios invitados. En la asamblea se debatirá la estrategia a seguir ante la
terrible situación en que nos encontramos.
El padre Arsman continuó
explicándole la situación al herido monje.
- Según los cálculos de
varios observadores, estamos rodeados por unos diez millares de orkos -dijo,
sus palabras adquiriendo involuntariamente un tono funesto.
- ¿¡Diez millares!?
-exclamó alarmado Sebashian-. ¡No puede ser! ¡No puede haber tantos enemigos rodeándonos!
- Me temo que es verdad.
-Kaliena volvió a tomar la palabra-. Creo que hasta puede que esos cálculos se queden
cortos. -la mujer miró brevemente a Frau Alfres y al padre Arsman-. Yo misma he
visto con mis propios ojos cómo incontables campamentos se han establecido en
las afueras de la ciudad, tantos y tantos que casi parecen llegar hasta el
horizonte.
- No hay que ser
pesimista -le regañó veladamente el padre Arsman-. Puede que haya muchos de
esos monstruos, pero no hay nada que puedan hacer contra nuestras murallas.
- Además, están los
caballeros de Stumlad -añadió Frau Alfres-. El grueso de las tropas se
encuentra al oeste, a tan sólo unos pocos días de marcha, y cuando sepan de la
situación que ha acontecido aquí vendrán en nuestra ayuda.
- Con semejantes
guerreros de nuestro lado no tenemos nada que temer -dijo el padre Arsman,
aunque, a pesar de lo seguro de su tono, un atisbo de duda brillaba en sus
ojos.
- No es bueno confiarse
-repuso Kaliena, tratando de que su voz sonara lo más respetuosa posible-. No cuando
a las puertas de la ciudad se ha instalado un ejército de seres malignos.
- ¡Los orkos apenas son
bestias! -clamó Frau Alfres. Al instante, al sentir la desaprobadora mirada del
padre Arsman, el monje recuperó su monótona entonación-. No creo que haya que
ser catastrofista. Hay muchos orkos, eso es verdad, pero por la gracia de
nuestra señor Korth, jamás podrán derrotar a nuestra milicia. Eso sin contar el
seguro apoyo de los caballeros de Stumlad.
- Sin duda tenéis razón
-intervino Sebashian inclinándose con dificultad en su lecho-. Pero lo que nos
pasó en las colinas no es un buen presagio -el gordo monje se acomodó apoyando
los codos sobre la almohada-. Los orkos iban acompañados de unos seres brutales
y malvados. Eran como lobos, pero más grandes, y llenos de odio y cólera. El
gigante mercenario que nos acompañaba los llamó... ¿Cómo era? -el hombre interrogó
con la mirada a Kaliena-. Hiaullus creo que los llamó -siguió antes de que la
mujer pudiese responder-. Esas bestias acabaron con varios de los soldados, sin
que estos pudieran hacer nada por defenderse. -en ese momento, un rápido gesto
de dolor cruzó el rostro del monje. Sus ojos se tornaron blancos durante un
instante y su boca dejó escapar un débil quejido.
- ¿Qué os sucede?
-preguntó alertado Frau Alfres, acercándose un poco más a la cama de Sebashian.
- Nada, no es nada -negó
con la cabeza éste-. Tan sólo un repentino mareo.
- Bueno -el padre Arsman
apoyó una mano sobre la del Frau Alfres-, será mejor que dejemos descansar a nuestro
buen Sebashian. Ya tendremos tiempo para hablar cuando esté del todo
recuperado.
- No, padre, en verdad
que me encuentro perfectamente -trató de impedir Sebashian que sus hermanos se fueran.
- Ya nos veremos a la
hora de la cena -dijo el padre, haciendo abandonar la celda a Frau Alfres y
Kaliena.
Una vez en el pasillo,
los dos hombres se despidieron y se alejaron por el pasillo en dirección a la
iglesia. Kaliena dudo en volver a entrar en la cámara de Sebashian. Tras
meditarlo un instante, decidió que era mejor no molestarle más e irse a su
propia celda. La mujer se encaminó por la silenciosa abadía hacia las escaleras
y subió hasta su habitación.
Era una celda muy
pequeña, más aún que la del monje Sebashian, y el modesto catre ocupaba casi
por completo toda la superficie. En las paredes tan sólo había colgada una
medalla de madera con el símbolo de Korth, una cruz cornada por un semicírculo.
Al ver la cama, un repentino cansancio invadió a la mujer. A punto estuvo de
dejarse caer sobre el colchón, pero sabía que no podía descansar, aún no. La
asamblea tendría lugar en apenas un par de horas y debía preparar su discurso
por si acaso su palabra era solicitada.
Tras sacudir la cabeza
para despejarse, se sentó en un taburete frente a la mesa que había en el
rincón y buscó en el cajón un pergamino y una pluma. Miró el blanco papel
durante largos segundos, buscando una forma de empezar a contar lo sucedido.
Entonces recordó las llamas devorando el monasterio. Casi pudo ver cómo las
torres y los establos eran incendiados, el humo alzándose en una densa nube
negra. Luego recordó la imagen de los asustados monjes tratando de defenderse,
sus gritos cortando la fría mañana, cayendo ante las hordas de sanguinarios
orkos. Decenas de amigos, rostros conocidos, compañeros, todos asesinados. La
pluma empezó a temblar entre los dedos de la mujer. El crepitar del fuego
seguía resonando en su cabeza, al igual que los gritos de auxilio de sus
hermanos al ser exterminados. Kaliena dejó la pluma a un lado e inclinó la
cabeza, posándola sobre los brazos, tratando fútilmente de contener las
lágrimas.
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