Josuak permanecía junto a
la ventana cuando la puerta de la posada se abrió. El mercenario y Gorm se giraron
para ver entrar a una conocida figura, una encapuchada monje guerrera cubierta
por un grueso manto marrón. Nada más cerrar la puerta, apartó la capucha y un
torrente de cabellos oscuros cayó sobre sus hombros. Los negros ojos de Kaliena
se iluminaron brevemente a causa de la sorpresa al descubrir a los dos
mercenarios en el vacío salón.
- Vaya, no esperaba
encontraros fuera de vuestras habitaciones -dijo la mujer a la vez que se
frotaba las palmas de las manos, tratando de hacerlas recobrar el calor-. Tras
un viaje tan duro suponía que estarías todo el día descansando.
- Es difícil dormir
sabiendo lo que está pasando -dijo Josuak y, apartándose de la ventana, se
acercó al centro del salón donde Gorm estaba incómodamente sentado en una de
las sillas. Kaliena llegó a la mesa también y tomó asiento junto a ellos.
- ¿Qué sucede aquí?
-inquirió mirando extrañada a su alrededor-. ¿Dónde están los clientes y los
borrachos que siempre abarrotan este sitio? -miró la vacía y limpia barra del
fondo-. ¿Es que no hay siquiera un camarero?
- Creo que todo el mundo
ha abandonado la posada -respondió Josuak, mirando también la anormalmente silenciosa
estancia-. La llegada de las tropas orkas ha provocado una estampida y casi
todas las habitaciones han quedado vacías. Los viajeros han salido a buscar una
forma de abandonar la ciudad, de escapar cuanto antes y huir hacia el sur.
Hemos recibido muchas ofertas para sacar de la ciudad a grupos de ricos mercaderes
y guiarlos hasta Shalanest y las tierras élficas.
- ¿Salir de la ciudad?
¿Con esos monstruos acampados a las afueras?
- Orkos -rugió
bruscamente Gorm y pareció a punto de ponerse en pie, la furia reflejada en la
tensión de su rostro.
- Tranquilo, amigo -trató
de apaciguarle Josuak y posó una mano sobre el ancho hombro del gigante-. Los orkos
están fuera. Aún no ha empezado la lucha.
- ¿Cuándo? -preguntó
simplemente el gigante, clavando sus claros ojos grises en los de su
compañero-. ¿Cuándo mataremos a esos bichos asquerosos? -gruñó y de mala gana
retomo a su pequeño asiento.
- Supongo que la lucha no
tardará en empezar. -Josuak miró a Kaliena-. Quizás tú nos puedas decir algo al
respecto. ¿Cuáles son los planes de los Lores y de los caballeros de Stumlad?
- No lo sé, aún no he
sido recibida -respondió ella-. Precisamente he venido a buscaros para que nos acompañéis
a mis hermanos y a mí cuando vayamos a ver al Consejo de la ciudad. Ya te lo
dije, quiero que confirméis nuestra historia y que expliquéis lo que visteis en
el poblado arrasado.
- Ya se lo contamos al
Capitán de la guardia. -Josuak escupió las palabras-. Pero supongo que ahora
nos harán más caso, ¿no? -volviéndose hacia Gorm, le echó una rápida mirada de
complicidad. Sin embargo, el gigante seguía alterado por la presencia de los
orkos, millares alrededor de la ciudad, despertando en él un odio que albergaba
su raza desde tiempo inmemorial.
- Nos esperan dentro tres
horas -dijo Kaliena mientras se ponía en pie-. Se ha convocado una reunión para
debatir los últimos acontecimientos. Yo he sido invitada y he pedido vuestra
presencia. Habrá representantes de los Lores, los caballeros de Stumlad y demás
personalidades de la ciudad. Vosotros vendréis conmigo -dijo sin querer entrar
en más detalles-. Ahora tengo que irme. Nos encontraremos a las puertas de la hacienda
de los Lores. -dicho esto, se dio media vuelta hacia la puerta.
- ¿Acaso crees que vamos
a conseguir algo? -dijo Josuak sin moverse de su asiento.
La mujer se detuvo con el
pomo de la puerta en la mano.
- Ahí afuera hay un
maldito ejército -siguió hablando el explorador-. No se trata de una simple
horda de vagabundos. Son guerreros natos, bien armados y organizados. -Kaliena
se giró y miró en silencio a Josuak, que continuó con tono duro-. Nos odian y
quieren matarnos a todos. -el mercenario hizo una pausa y se irguió un poco en
su silla-. No se detendrán ante nada.
- Podemos defendernos
-replicó ella, dejando la puerta y dando un par de pasos hacia el hombre-. Tú
mismo dijiste que los muros resistirán si los guerreros que los defienden son
valerosos. Mientras luchemos con todas nuestras fuerzas, ningún ejército de
orkos podrá traspasar las murallas.
- ¡Abre los ojos! -exclamó
Josuak y señaló la vacía avenida que se vislumbraba a través de las ventanas-.
La milicia son unos cuantos centenares de soldados, demasiado gordos después de
décadas de paz. Los caballeros de Stumlad son sólo unos pocos y dudo que sus
bonitos caballos y relucientes armaduras sirvan de mucho contra miles de
flechas envenenadas y cimitarras. Puede que esto sea una guerra, pero aquí sólo
hay un ejército, y está al otro lado de las murallas. Si no recibimos ayuda, la
ciudad no tendrá ninguna posibilidad de resistir.
Kaliena no contestó y se
quedó mirando con furia contenida al mercenario.
- ¿Nosotros lucharemos?
-preguntó Gorm al oír las ambiguas palabras de su amigo.
- Sí, nosotros lucharemos
-asintió Josuak.
- ¿Por qué? ¿Por qué os
quedáis? -le espetó Kaliena-. Necesitamos guerreros valientes y no mercenarios
que sólo miran por sus intereses y por salvar el cuello cuando las cosas se
ponen mal. Si estáis asustados será mejor que busquéis cuanto antes una forma
de escapar. Yo de vosotros lo haría ahora, cuando la batalla aún no ha
empezado. O no, quizás sea mejor esperar a que empiece la lucha y las barreras
cedan y los orkos estén demasiado ocupados saqueando y asesinando para prestar
atención a un par de cobardes. -la mujer quedó en silencio, mirando en tensión
a Josuak, que no se alteró en absoluto ante las airadas palabras de ella.
La monje guerrera se dio
la vuelta y abrió la puerta.
- Iremos al Consejo -dijo
Josuak desde su mesa-. Les contaremos a los Lores todo lo que hemos visto.
Luego espero que los
rezos a tu dios sirvan de algo. Si no, todos estaremos perdidos.
Kaliena no prestó
atención a Josuak y salió de la posada cerrando con un sonoro portazo.
- Creo que le has hecho
enfadar -dijo Gorm, el hosco gesto del gigante transformado por una leve sonrisa.
- Es que no soporto a los
idealistas -respondió Josuak sin dejar de mirar la puerta cerrada-. Y los
monjes son los mayores idealistas de todo Valsorth. Su creencia en los dioses,
pensando que nunca dejarán que nada malo les suceda, que siempre les ayudarán y
les salvarán. -el mercenario negó con la cabeza y se volvió hacia su amigo-. Me
pone enfermo esa fe ciega, sin ver lo que sucede a nuestro alrededor cada día. –el
hombre pareció ir a decir algo más, pero volvió a renegar y, en vez de hablar,
emitió un gruñido.
- Mi raza no cree en
ningún Dios -dijo Gorm-. Nosotros sólo creemos en las montañas y en su poder
sobre todas las cosas. -Josuak no contestó y dejó que el enorme y musculoso
guerrero continuara hablando-. No sé si existen los dioses, pero los orkos son
muchos -dijo, pronunciando el nombre de los sanguinarios seres con duro acento
teñido por el odio.
- Estoy de acuerdo
contigo -confirmó Josuak y, reclinándose en su silla, buscó a la camarera con
la vista-. Supongo que tenemos tiempo para una jarra de cerveza antes de ir a
ver al Consejo y a los estirados Lores.
Gorm asintió y Josuak
llamó a la muchacha, que salió de la cocina para atenderles. Al cabo de un
instante, regresó con dos jarras de espumante cerveza. Los dos mercenarios
hicieron chocar las jarras y el cristal tintineó en la vacía posada.
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