La batalla continuó.
Cuatro de los soldados habían perecido, pero la horda de orkos había pagado un
precio mucho mayor. Tan sólo quedaban una decena de ellos y los humanos habían
conseguido reducir la superioridad numérica de las aberrantes criaturas. Josuak
describió dos tajos, rápidos y certeros, y el orko con el que combatía murió
desangrándose por el cuello y el estómago. El hombre se volvió y descubrió a
Kaliena, la monje
guerrera, haciendo frente a otro orko. La mujer manejaba con destreza su vara y
a sus pies yacían los cuerpos de tres enemigos. Las dos figuras se enzarzaron
en una nueva escaramuza. La vara de madera golpeó en un rápido mandoble la sien
del orko, que cegado por la rabia acometió en una precipitada estocada. La mujer
movió como un destello su arma y golpeó en el bajo vientre del monstruo para
terminar con un formidable porrazo que partió el cuello de su rival. La monje
guerrera realizó un giro
con su arma y adoptó una
posición defensiva alerta a cualquier nuevo ataque.
Pero el combate había
terminado. Dos de los soldados mataban en ese instante a un orko entre tanto
Gorm destripaba con su hacha al último de ellos. El gigante arrancó el arma del
tórax del cadáver y la alzó apuntando hacia el oscuro cielo. Su musculoso
cuerpo, cubierto de la sangre negra de sus enemigos, se tensó y sus pulmones
estallaron en un bramido de furia. Los ojos grises se dirigieron hacía una de
las apenas visibles cumbres montañosas, como dedicando la sangre allí derramada
a los Dioses sin nombre que veneraban los gigantes azules.
La calma volvió a reinar
en el Paso. Incluso el aullido del viento había cesado y la nieve ya no era
agitada por su fuerza. Haldik y sus soldados comprobaban el estado de sus
camaradas caídos, aunque poco se podía hacer por ellos; cinco hombres yacían
bañados en sangre sobre la nieve y sus ojos translúcidos contemplaban sin ver
el cielo.
- Ahí van cinco valientes
-dijo Haldik con voz tosca, aún entrecortada por el cansancio.
- Acógelos, oh, Korth
-rogó Kaliena. La mujer se arrodilló junto a los milicianos muertos y acarició
la frente de uno de ellos-. Lucharon por ti -siguió hablando a la vez que
realizaba el mismo gesto en el siguiente soldado-, lucharon por la luz,
lucharon contra criaturas malignas, y gracias a ellos tus fieles seguidores
salvamos la vida. -su suave mano resiguió la frente del último de los
difuntos-. Así que acéptalos como hijos tuyos que son y acógelos bajo tu seno
en los días, los años y los siglos por venir. -la mujer cerró los ojos y dejó
que el eco de sus palabras muriera. Hecho esto, se puso en pie y, como saliendo
de un trance, miró alrededor buscando a los miembros de su orden.
- ¿Dónde están mis
hermanos? -preguntó, su rostro teñido por la desazón-. ¿Dónde están? -repitió, interrogando
a Haldik.
- Los monjes deben estar
allí abajo. -el soldado señaló el empinado descenso por el que habían
desaparecido los monjes y los tres soldados. La mujer apenas le escuchó y
corrió hasta el borde del desnivel para poder mirar abajo. Josuak, Gorm y el
resto de los soldados la imitaron.
Muchos metros más abajo,
donde el quebrado desnivel se suavizaba, vieron las diminutas figuras de los monjes
y los soldados, todos huyendo a trompicones por el manto de nieve sin saber que
el peligro ya había cesado. Kaliena pareció tranquilizarse al ver esta imagen
y, sin decir ni una palabra más, se dispuso a descender el declive.
- ¿Qué ha sucedido? -le
preguntó Haldik, posando su mano sobre el hombro de la monje guerrera para detenerla.
Ésta le miró durante un instante pero no parecía dispuesta a responderle-.
¿Dónde está el resto de vuestra comitiva? -insistió el soldado sin dejarla
marchar.
Kaliena dudó, aunque
acabó contestando a las preguntas de Haldik.
- Todos están muertos
-dijo en apenas un murmullo-. Todos están muertos -repitió sin poder evitar que
el pesar quebrara sus palabras. Sus ojos se enrojecieron. La mujer los cerró
con fuerza y evitó la llegada de las lágrimas.
- ¿Que ha pasado? -volvió
a preguntar Haldik con tono serio, sin expresar la menor emoción.
- Atacaron el monasterio
-Kaliena se deshizo de la mano del guardia y su mirada se perdió en la
distancia-.
La mañana en que
emprendimos el viaje, apenas habiendo iniciado nuestro camino, los orkos nos
asaltaron.
Eran cientos, salvajes,
llenos de odio. -la mujer hablaba con dificultad, su rostro tenso y
enrojecido-. Muchos de los nuestros cayeron defendiendo La Sagrada Casa. Unos
cuantos huimos al ver cómo la torre principal ardía en llamas. Sin poder hacer
frente a los invasores, escapamos a caballo de la masacre y huimos hacia el sur.
-hizo una pausa para coger fuerzas con que continuar su relato-. Nos siguieron,
por lo que nos dirigimos al Paso del Cuenco, confiando en dejar atrás a
nuestros enemigos y lograr llegar a Teshaner. Por desgracia, nos vimos obligados
a abandonar los caballos unas millas más atrás, ya que la nieve era demasiado
espesa para sus cascos. Y entonces... -la mujer no pudo continuar, las palabras
se negaron a surgir por sus labios.
Haldik, ajeno a la
aflicción de la mujer, iba a realizar una nueva pregunta cuando Josuak se le
adelantó.
- No es momento de hablar
ahora. -el mercenario se situó ante Haldik-. Debemos salir de aquí cuanto antes
-continuó-. La noche está al caer y será mejor que estemos muy lejos para
cuando eso ocurra.
- Sí, tienes razón
-aprobó Haldik tras meditarlo un instante-. Lo principal es regresar a
Teshaner. -se volvió hacia los dos soldados supervivientes-. No podemos dar a
nuestros compañeros el ritual funerario que se merecen -les dijo-. Tendremos
que confiar en que la nieve los sepulte y forme una tumba de hielo sobre ellos.
Los soldados no dijeron
nada y miraron los cadáveres de sus camaradas.
- Bien -siguió hablando
Haldik-, será mejor que emprendamos la marcha. ¿Quién sabe si quizás aún quedan
más de esos demonios?
Apenas había acabado el
miliciano de formular la pregunta, cuando un ligero temblor sacudió bajo sus
pies el inestable suelo de nieve. Se miraron unos a otros, extrañados,
sintiendo como sus piernas se estremecían.
- ¿Qué sucede? -dijo uno
de los soldados, asustado.
Como única respuesta se
escuchó en el desfiladero un aullido prolongado que retumbó en las paredes de piedra,
propagándose desde la distancia en una infinidad de ecos fantasmagóricos.
- ¿Lobos? -aventuró
Haldik escrutando la negrura que era el paso del norte.
- No, algo peor -dijo
Gorm torvamente. El gigante oteó el anochecer, con sus sentidos atentos y el
rostro serio; todo rastro de la furia homicida mostrada durante la lucha
desaparecido.
Los humanos
retrocedieron. El temblor sacudió de nuevo el paraje. Un aullido rompió la
calma del crepúsculo. Uno de los soldados gimoteó asustado y su espada se
escurrió entre sus dedos para caer con un sonido hueco sobre la nieve.
Y entonces, surgiendo de
las sombras de la noche, apareció una imagen surgida de la peor pesadilla. Una decena
de bestias enloquecidas surgió entre la niebla en dirección a los sorprendidos
humanos. Eran del tamaño de un caballo, con el cuerpo cubierto de pelaje negro,
lleno de cortes y heridas purulentas.
Avanzaban sobre la nieve
a gran velocidad, levantando una polvareda blanca tras ellos. Sus cabezas eran alargadas,
cubiertas también de pelo oscuro, y en ellas brillaban con un destello azulado
unos ojos malignos.
Las fauces de las
criaturas se abrieron en aullidos furiosos, repletas de afilados dientes
amarillentos.
- ¡Por Korth! ¿Qué es
eso? -murmuró Haldik.
Los gigantescos seres,
como si de enormes lobos se tratara, se precipitaban por la nieve, seguidos por
una tropa de orkos. Se trataba de un centenar de aquellos monstruosos humanoides,
que avanzaban en pos de las bestias emitiendo alaridos de júbilo. Por un
instante, la agotada compañía de humanos no hizo más que observar cómo aquellas
demoníacas criaturas se aproximaban. Sus ojos, como hipnotizados ante las artimañas
de un ilusionista, apenas reaccionaron mientras las bestias se abalanzaban
sobre ellos. Sólo Gorm consiguió sobreponerse a la desesperanza y, con una voz
profunda como el trueno, gritó a sus aturdidos compañeros.
- ¡Atrás, atrás! -ordenó,
gesticulando para hacer retroceder a los demás.
Josuak fue el primero en
reaccionar. Sus ojos se iluminaron de repente y, como saliendo de un sueño, sacudió
la cabeza y gritó también a la vez que empujaba el hombro de Haldik.
- ¡Hemos de huir!
-vociferó al oído de su antiguo camarada. Haldik asintió, sus ojos aún perdidos
en las terribles bestias que continuaban su imparable marcha. Por fortuna, el
militar se sobrepuso al terror y, dando una dubitativa orden, indicó a los dos
soldados que se retiraran.
Gorm no se entretuvo más
con los hombres. Dándose la vuelta, emprendió una imparable carrera hacia el borde
de la pendiente. Al pasar junto a la monje guerrera de Korth, la agarró con su
manaza por la cintura y la arrastró en un descenso suicida por la nevada
cuesta. Josuak vio a su amigo, deslizándose por la nieve y el hielo,
protegiendo con su cuerpo a la mujer y utilizando sus poderosas piernas para
frenar la caída. El mercenario de largas trenzas observó al gigante y la monje
guerrera bajar a toda velocidad, dejando una amplia marca en el blanco manto.
Sin dudarlo más, se arrojó tras ellos.
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