El desfiladero continuaba dibujando toda
una serie de quiebros y giros, así hasta llegar a una nueva pendiente, aún más
escarpada que la anterior, y que subía un centenar de metros para acabar en una
planicie. El ascenso de la loma requirió del esfuerzo combinado de todos los
viajeros. Se mantenían muy juntos, de forma que cuando la nieve cedía bajo los
pies de uno siempre hubiese alguien cerca para socorrerle. Fueron necesarios
muchos minutos para recorrer tan corta distancia y, cuando por fin lograron
coronar la cumbre de la pendiente, todos
estaban completamente exhaustos.
- No puedo más -dijo Sebashian cayendo de
rodillas sobre la nieve.
Varios de los soldados le imitaron, sus
piernas demasiado débiles como para seguir erguidos. Algunos se mantuvieron en
pie, pero inclinándose hacia adelante y apoyando las manos sobre las rodillas
para recuperar el aliento.
- ¡Arriba! -ordenó Josuak.
Nadie le prestó atención. Los soldados
continuaron respirando pesadamente sin mirar más que la nieve del suelo. El
monje repitió sus entrecortadas súplicas a la Diosa. Sólo Haldik parecía con fuerzas
para proseguir la travesía. Gorm, entretanto, aguardaba unos metros más
adelante, apoyado sobre el mango de su hacha y esperando a que sus compañeros
recuperaran las energías.
- ¡En pie he dicho! -bramó de nuevo
Josuak, pero su orden no tuvo el menor efecto sobre los agotados soldados.
- Déjalos descansar un instante -le pidió
Haldik.
El mercenario miró directamente a los
ojos del mando de los soldados.
- No podemos detenernos ahora. Se acerca
la noche -le dijo-. El frío va en aumento y en un par de horas tendremos que
haber encontrado un refugio o prepararnos para pasar la noche al raso.
La explicación de Josuak fue cortada por
una señal de aviso de Gorm:
- Viene alguien -gritó el gigante desde
la adelantada posición en que se encontraba.
Josuak se quedó callado y buscó
instintivamente la empuñadura de su espada. Haldik le imitó mientras ordenaba a
sus hombres que se levantaran. Los soldados se pusieron en pie y desenfundaron
sus armas también.
El desfiladero describía un recodo hacia
el este a una veintena de metros de donde se encontraban. Por tanto, era
imposible ver quien se acercaba. Josuak le indicó a Haldik que se situara junto
a la pared este. El soldado asintió y agrupó a los milicianos junto al corte.
Entretanto, Josuak y Gorm se habían guarecido tras un saliente rocoso que había
unos metros más adelante.
- ¿Orkos? -preguntó Josuak a su amigo
mientras aguardaban en tensión.
- No, no son orkos -negó el gigante sin
dejar de mirar el recodo del desfiladero.
En ese instante una figura apareció por él.
Era un ser no muy alto, envuelto en una capa oscura que le cubría por completo
de la cabeza a los pies. Sus piernas avanzaban con dificultad por la nieve,
tropezando constantemente y obligándole a usar las manos para seguir adelante.
Tras el extraño aparecieron cuatro figuras más. Todas iban cubiertas por las
mismas capas de tonos marrones y se apresuraban tras el primero. La que cerraba
la marcha era la única cuyo rostro no estaba oculto por la capucha. Josuak
descubrió sorprendido que era una mujer. Llevaba un ligero casco de cuero a
partir del cual brotaba una melena azabache que revoloteaba salvaje bajo las
embestidas de la ventisca. Su rostro era pálido como la nieve circundante, pero
con encendidas marcas coloradas en los pómulos y la frente, debidas al esfuerzo
y el sufrimiento. Sus ojos oscuros escrutaban ansiosos el camino que habían
dejado atrás y su fina boca restaba abierta exhalando con agotamiento. Sus
manos enguantadas aferraban una pica de madera que utilizaba
para ayudarse en el avance a través del
nevado paso. La mujer examinó rápidamente la retaguardia y al prosiguió detrás
de los cuatro encapuchados que la precedían.
- ¡Kaliena! -se oyó la voz de Sebashian.
Josuak miró atrás y vio al monje salir de
su escondrijo y dirigirse a precipitados pasos hacia el quinteto recién
aparecido.
- ¿Qué hace ese idiota? -maldijo el
mercenario mientras salía también de la protección de la roca. El monje les
había delatado, así que de nada servía seguir ocultos. Él y Gorm avanzaron
hacia los encapuchados, que habían detenido su marcha sorprendidos al ver
aparecer al gordo monje.
- ¡Hermanos, por fin os encuentro! -gritó
Sebashian, su voz llena de alegría.
El primero de los encapuchados se echó
hacia atrás la caperuza y el rostro de un hombre joven de cabellos rubios se
hizo visible. Sebashian corrió hasta llegar a su lado. Gorm, Josuak, Haldik y
los demás soldados se acercaron también tras el impetuoso monje.
- ¡Diador! -gritó Sebashian y trató de
abrazar al hombre.
Sin embargo, éste se deshizo
violentamente de él y se dirigió hacia los soldados, los ojos abiertos como los
de un loco.
- ¡Nos... per... nos persiguen!
-consiguió gritar, su aliento entrecortado por el cansancio y el terror.
- ¿Qué dices, hermano? -preguntó a su
lado Sebashian, sin entender.
- Vienen... detrás -dijo el hombre y
señaló con vehemencia el camino.
- ¡Ayudadnos! -pidió otro de los
encapuchados.
Para entonces Josuak y Gorm se habían
olvidado de los que encabezaban el quinteto y se dirigieron hacia la mujer y el
pequeño hombre que cerraban la marcha. La capucha del hombre había caído. Era
un viejo de pelo canoso y rostro arrugado, donde unos ojos aterrorizados
vagaban perdidos sin ver a los dos mercenarios.
- ¿Qué sucede? -le gritó Josuak a la
mujer y asió del brazo al débil anciano para evitar que éste se derrumbara.
Gorm se situó junto a la mujer y le tendió su musculoso brazo para ayudarla.
Ella apenas les prestó atención. Se
volvió de nuevo y miró hacia el desfiladero que habían dejado detrás.
- ¡Ahí están! -gritó como toda respuesta.
Los dos mercenarios se volvieron y sus
miradas siguieron la mano de la mujer.
Una infinidad de sombras se arrastraban
por el nevado terreno a un centenar de metros del lugar donde se encontraban.
Las figuras iban vestidas con ropajes negros que resaltaba sobre la blancura
del paraje. El metal de las armas relucía en sus manos y sus agudos y salvajes
alaridos se confundían con el silbido del viento.
Haldik llegó entonces junto a Josuak y
Gorm. El soldado iba a informarles de algo, pero sus palabras murieron al ver
lo que sucedía ante ellos.
- Por Korth -fue lo único que consiguió
decir, su voz tan sólo un murmullo.
Las oscuras figuras siguieron avanzando y
sus formas se hicieron visibles. Eran seres del tamaño de un hombre, pero con
graves chepas que les obligaban a caminar encorvados, razón por lo que
aparentaban ser más pequeñas. Vestían rudimentarias pieles negras que les
cubrían el torso, dejando al descubierto sus musculosos brazos y piernas, de
piel amoratada y salpicada por numerosas marcas y durezas. Los monstruos tenían
piernas robustas y cortas, lo que no impedía que avanzaran sobre la capa de
nieve que les
llegaba a las rodillas. Sus rostros
tenían un cierto aire perruno, las narices chatas y los colmillos caninos
sobresalían por encima del grueso labio inferior. Los ojos menudos brillaban
rojizos en la oscuridad de sus fisonomías, con una luz maligna y brutal,
mientras las manos sujetaban cimitarras de toscas empuñaduras y herrumbroso
metal ennegrecido por el fuego.
- Orkos. - dijo Josuak mientras observaba
a los salvajes seres precipitarse hacia ellos, las armas alzadas, las botas de
suela metálica destrozando la nieve, los aullidos enfurecidos acallando incluso
el ulular del viento.
- ¡Oh, Diosa, ten piedad! -rogó en un
susurro Sebashian, su voz desprovista de toda esperanza.
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