08 enero 2014

La caída de Teshaner (XXIII)

Con la llegada del atardecer, Josuak y Gorm abandonaron la muralla, junto a decenas de soldados que descendían cansinamente por la rampa que llevaba desde la muralla a las calles de la ciudad. Había sido una dura jornada, combatiendo durante horas contra los interminables ejércitos de orkos. Lo peor fue la mañana, cuando los combates resultaron más duros, aunque después, por fortuna, el enemigo se limitó a lanzar pequeñas acometidas que fueron repelidas por las defensas de la ciudad. Aún así, el número de muertos era muy alto, igual que el de heridos, que eran transportados en literas o simplemente en brazos hacia la abadía de Korth.
Gorm caminaba con su hacha apoyada en el hombro, su musculoso salpicado de innumerables manchas de sangre, algunas propias de color carmesí y muchas otras negras de sus enemigos. A pesar de las heridas y los cortes, no demostraba signos de dolor o debilidad, regresando de la batalla con un gesto de tranquilidad en sus acerados ojos grises.
Un vendaje manchado de sangre rodeaba la frente de Josuak. El escudo había desaparecido, desechado en pleno combate después de resquebrajarse por el ataque de una maza. Sus ojos miraban indiferentes la riada de hombres que descendía por la avenida. Había decenas de heridos, algunos con simples cortes y magulladuras, otros con miembros amputados. La comitiva pasaba con lentitud entre las viejas casas, en cuyas ventanas multitud de curiosos, niños y mujeres en su mayoría, observaban en silencio la macabra procesión.
- Tienes que ir a que te miren esa herida -le dijo Josuak a Gorm, indicando el corte que cruzaba la parte baja de la espalda de su compañero.
- No es nada -respondió éste.
- Ya lo sé, pero será mejor que alguno de los curanderos te eche un vistazo. ¿Quién sabe la porquería que llevaba el arma del orko que te hizo eso?
Gorm no replicó esta vez. Continuó caminando, sin prestar atención a varios soldados que se habían detenido a un lado para coger fuerzas.
- Está bien -aceptó el gigante tras recorrer unos metros más-. Iré a la abadía. -hizo una pausa para mirar a Josuak.- Aunque ya sabes que no me gusta que esos viejos debiluchos me pongan las manos encima. Sus ungüentos huelen a orín de caballo. Josuak no pudo más que esbozar una cansada sonrisa.
- Pues tendrás que apañártelas tú solo con ellos -dijo con un leve tono de maldad-. Porque yo me voy a la posada a comer y dormir.
- ¿Cómo? -Gorm le cogió del brazo y le obligó a detenerse-. ¿Yo a la abadía y tú a comer y dormir? De eso nada, ya iré en otro momento a que me curen. Josuak estaba demasiado cansado como para reírse del preocupado gesto del gigante.
- Vamos a la posada -le dijo-. Ya le diremos a alguna de las camareras que te vende ese corte mientras nos comemos una buena ración de carne.
- Sí, eso está mejor -dijo Gorm borrando la inquietud de su rostro.
- Eso, claro, si es que no hay racionamiento de la comida -añadió Josuak un momento después.
- No, racionamiento no -se quejó Gorm, cerrando los ojos con una nueva mueca de preocupación.
Ambos prosiguieron el descenso entre la multitud. Los soldados, los campesinos, tantos y tantos hombres que habían sobrevivido a aquel espantoso día, todos caminaban en ominoso silencio. Josuak no pudo evitar un fugaz pensamiento acerca de aquellos que no habían sido tan afortunados. Pasaron bajo uno de los arcos que cruzaban la avenida y se encontraron con varios monjes que se abrían paso en dirección contraria, ascendiendo hacia la muralla. Los dos mercenarios reconocieron al instante a Kaliena entre el pequeño grupo de religiosos. La mujer levantó una mano en señal de saludo. Al cruzarse con ellos se detuvo y les indicó a sus compañeros que continuaran caminando, que les alcanzaría en breve.
- Gracias a Korth que estáis bien -les dijo, mirando impresionada el aspecto que los dos guerreros presentaban. Su atención se centró en Gorm, y en la infinidad de rastros de sangre reseca que cubrían su poderoso torso. Los soldados y los heridos transitaban por el lado de los tres, apenas reparando en ellos.
- Desde la muralla oeste hemos visto la lucha -siguió Kaliena, los ojos castaños velados por una bruma de tristeza-. Ha debido ser horrible. Parecía imposible que resistierais el ataque de las catapultas.
- Hemos tenido suerte -dijo Josuak-. Muchos otros que se han quedado en la muralla no pueden decir lo mismo.
- Hemos aguantado -dijo Gorm, para al momento exclamar-. ¡Y matado a muchos orkos!
Kaliena posó una mano sobre el ancho antebrazo del gigante azul.
- Me alegro -dijo, tratando de sonreír pero no logrando más que un leve gesto-. Al menos los orkos se lo pensarán mejor antes de lanzarse otra vez sobre la ciudad. Josuak estuvo a punto de decir algo, aunque en último instante guardó silencio y se volvió a un lado para ver pasar a una camilla con un hombre moribundo. Entonces sintió la mano de la mujer que se apoyaba en su hombro.
- No podrán vencernos -le dijo ella, mirándole directamente a los ojos-. Mientras haya guerreros como vosotros la ciudad no caerá ante esos diablos. El mercenario no respondió.
- Lamento lo que dije el otro día -añadió ella sin apartar sus bellos ojos de Josuak-. No tienes nada que demostrar, ya que tus acciones hablan por ti mejor que tus propias palabras. Kaliena mantuvo un instante más su mano sobre el hombro del mercenario, antes de apartarla con brusquedad-. Tengo que irme -se despidió, dándose la vuelta-. Hay muchos heridos por atender y no puedo perder más tiempo. -internándose entre los milicianos que caminaban en sentido contrario, la mujer desapareció en dirección a la muralla.

Josuak y Gorm reemprendieron también el lento descenso por la avenida. El aire era aún más frío al acercarse el anochecer y el cielo negro amenazaba con otra nevada sobre la sitiada ciudad. Josuak, sintiendo un escalofrío, echó en falta su gruesa capa de piel. 

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