Kaliena y los monjes de la orden de Korth recorrieron a toda
prisa la abrupta callejuela, abriéndose paso entre la riada de fatigados
soldados que bajaba por ella. Una vez alcanzaron el alto de la muralla, la
mujer tuvo que reprimir un grito de horror al contemplar el aspecto que
presentaba el bastión. La amplia vía era un lugar arrasado: los muros de piedra
habían sido destrozados, convertida su parte superior en un amasijo de escombros
y cascotes. El regular perfil de las almenas aparecía ahora mellado, plagado de
grietas y socavones. La calzada se hallaba cubierta por una masa informe de
cadáveres entrelazados. Los soldados caídos se adivinaban entre los montones de
orkos muertos, mirando con ojos vidriosos desde los pálidos rostros manchados
de sangre. Junto a ellos había también una infinidad de caras perrunas en cuyos
ojos permanecía un apagado fulgor rojizo. Las fauces de colmillos amarillentos
restaban abiertas, entre las que asomaban las hinchadas lenguas ennegrecidas. Grupos
de soldados se dedicaban a vaciar el paseo. Sin miramientos, arrojaban al vacío
los cadáveres de los orkos, que impactaban con un sonido hueco contra el suelo.
Algunos hombres cargaban sobre los hombros a sus compañeros heridos, mientras
otros apartaban los grandes pedruscos que aún permanecían en la muralla.
Aquella era una imagen de pesadilla. Como en los peores
sueños sobre el infierno, la muralla era un lugar de almas torturadas y cuerpos
castigados, en la que sólo se escuchaba el murmullo de los heridos y sus súplicas
en busca de ayuda. Ajenos a todo el horror, los soldados seguían trabajando en
medio de aquella barbarie.
Sacudiendo la cabeza, Kaliena apartó cualquier pensamiento
funesto y se apresuró en socorrer a varios de los heridos que aguardaban
tirados junto a los muros. Se dedicó a un joven soldado, apenas un niño, que yacía
apoyado de espaldas contra la piedra. Sus piernas, flácidas y sin fuerzas,
aparecían ensangrentadas en el punto donde los huesos habían sido astillados
por un proyectil de catapulta.
- Rápido, hay que sacar de aquí a este hombre -oyó gritar a
uno de los monjes.
Kaliena mantuvo su atención en el joven soldado. Los ojos
del chico la miraban distantes, con una frágil sonrisa dibujada en los labios
de los que brotaba un hilillo de sangre.
- ¡Éste primero, éste primero! -los urgentes gritos de los
sanadores y de los monjes se repetían por toda la muralla.
Kaliena posó una mano sobre la despejada frente del soldado,
que reaccionó volviéndose y dándose cuenta de su presencia. Su boca se abrió
para decir algo, pero una brusca convulsión lo invadió antes de soltar un espumajo
sangrante sobre su cota de mallas.
- No hables, no pasa nada -trató de tranquilizarle la mujer,
frotando con suavidad la frente del muchacho. El chico se quedó quieto y
Kaliena situó la mano abierta sobre la fría piel del herido. Al momento empezó
a entonar un monótono murmullo, pronunciando un rezo curativo. Los gritos se
sucedían. Los heridos se quejaban y pedían auxilio. Los soldados arrojaban sin
cesar los cuerpos de los orkos por encima de los muros. Otros apartaban a un
lado los compañeros, amigos y conocidos que habían caído durante la lucha,
amontonando sus cadáveres en uno de los márgenes del paseo. Kaliena no prestó
atención a todo el dolor que sucedía a su alrededor. Concentrándose en la
plegaria, continuó recitando los versos, hasta que su mano brilló con un fulgor
azulado. El soldado musitó algo incomprensible. La mujer le silenció posando un
dedo sobre sus labios y siguió con el proceso curativo. La luz de su mano
parecía propagarse hacia el muchacho e insuflar nueva vida en él. Unos momentos
después, los ojos del herido se cerraron, mientras su respiración se prolongaba
de forma suave y uniforme. A continuación, Kaliena se puso en pie y llamó a dos
soldados que había próximos para que transportaran al joven a la abadía. Los
hombres cargaron con el adormecido herido y se encaminaron hacia la empinada
calle que descendía de la muralla. Kaliena se apartó el sudor de la frente con
un rápido gesto mientras miraba en derredor. Había tanto por hacer.
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