13 enero 2014

La caída de Teshaner (XIV)

Kaliena y los monjes de la orden de Korth recorrieron a toda prisa la abrupta callejuela, abriéndose paso entre la riada de fatigados soldados que bajaba por ella. Una vez alcanzaron el alto de la muralla, la mujer tuvo que reprimir un grito de horror al contemplar el aspecto que presentaba el bastión. La amplia vía era un lugar arrasado: los muros de piedra habían sido destrozados, convertida su parte superior en un amasijo de escombros y cascotes. El regular perfil de las almenas aparecía ahora mellado, plagado de grietas y socavones. La calzada se hallaba cubierta por una masa informe de cadáveres entrelazados. Los soldados caídos se adivinaban entre los montones de orkos muertos, mirando con ojos vidriosos desde los pálidos rostros manchados de sangre. Junto a ellos había también una infinidad de caras perrunas en cuyos ojos permanecía un apagado fulgor rojizo. Las fauces de colmillos amarillentos restaban abiertas, entre las que asomaban las hinchadas lenguas ennegrecidas. Grupos de soldados se dedicaban a vaciar el paseo. Sin miramientos, arrojaban al vacío los cadáveres de los orkos, que impactaban con un sonido hueco contra el suelo. Algunos hombres cargaban sobre los hombros a sus compañeros heridos, mientras otros apartaban los grandes pedruscos que aún permanecían en la muralla.
Aquella era una imagen de pesadilla. Como en los peores sueños sobre el infierno, la muralla era un lugar de almas torturadas y cuerpos castigados, en la que sólo se escuchaba el murmullo de los heridos y sus súplicas en busca de ayuda. Ajenos a todo el horror, los soldados seguían trabajando en medio de aquella barbarie.
Sacudiendo la cabeza, Kaliena apartó cualquier pensamiento funesto y se apresuró en socorrer a varios de los heridos que aguardaban tirados junto a los muros. Se dedicó a un joven soldado, apenas un niño, que yacía apoyado de espaldas contra la piedra. Sus piernas, flácidas y sin fuerzas, aparecían ensangrentadas en el punto donde los huesos habían sido astillados por un proyectil de catapulta.
- Rápido, hay que sacar de aquí a este hombre -oyó gritar a uno de los monjes.
Kaliena mantuvo su atención en el joven soldado. Los ojos del chico la miraban distantes, con una frágil sonrisa dibujada en los labios de los que brotaba un hilillo de sangre.
- ¡Éste primero, éste primero! -los urgentes gritos de los sanadores y de los monjes se repetían por toda la muralla.
Kaliena posó una mano sobre la despejada frente del soldado, que reaccionó volviéndose y dándose cuenta de su presencia. Su boca se abrió para decir algo, pero una brusca convulsión lo invadió antes de soltar un espumajo sangrante sobre su cota de mallas.
- No hables, no pasa nada -trató de tranquilizarle la mujer, frotando con suavidad la frente del muchacho. El chico se quedó quieto y Kaliena situó la mano abierta sobre la fría piel del herido. Al momento empezó a entonar un monótono murmullo, pronunciando un rezo curativo. Los gritos se sucedían. Los heridos se quejaban y pedían auxilio. Los soldados arrojaban sin cesar los cuerpos de los orkos por encima de los muros. Otros apartaban a un lado los compañeros, amigos y conocidos que habían caído durante la lucha, amontonando sus cadáveres en uno de los márgenes del paseo. Kaliena no prestó atención a todo el dolor que sucedía a su alrededor. Concentrándose en la plegaria, continuó recitando los versos, hasta que su mano brilló con un fulgor azulado. El soldado musitó algo incomprensible. La mujer le silenció posando un dedo sobre sus labios y siguió con el proceso curativo. La luz de su mano parecía propagarse hacia el muchacho e insuflar nueva vida en él. Unos momentos después, los ojos del herido se cerraron, mientras su respiración se prolongaba de forma suave y uniforme. A continuación, Kaliena se puso en pie y llamó a dos soldados que había próximos para que transportaran al joven a la abadía. Los hombres cargaron con el adormecido herido y se encaminaron hacia la empinada calle que descendía de la muralla. Kaliena se apartó el sudor de la frente con un rápido gesto mientras miraba en derredor. Había tanto por hacer.


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