18 noviembre 2013

La caída de Teshaner (XVI)

Las puertas de la muralla que rodeaba la hacienda de los Lores se abrieron ante Josuak y Gorm. El mando de los milicianos ocupados de salvaguardar la entrada miró con ojos desconfiados al hombre y al rudo gigante que le acompañaba. En el rostro del guardia se advertía su contrariedad al tener que abrir las puertas para aquellos dos bribones, pero las instrucciones del Capitán habían sido claras respecto a los asistentes a la reunión y esos dos indeseables estaban en la lista de invitados. De tal forma, no tuvo más remedio que echarse a un lado y dejarles pasar, enojándose aún más al descubrir una socarrona mirada en el hombre de largo y oscuro cabello.
- Malditos perros falderos -murmuró Josuak una vez pasaron la puerta, y lanzó una rápida y despreciativa mirada a los soldados. Algunos de los rostros de los milicianos le eran vagamente familiares, de haber coincidido en alguna patrulla hace años, aunque apenas se acordaba de ellos.
Gorm no hizo ningún comentario. El gigante se quedó paralizado apenas pisó el jardín de la hacienda.
- Por la gran montaña de Orn -pudo decir apenas, mudo de asombro ante el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.
El jardín consistía en una cuadrada extensión de césped, atravesada por setos recortados con mimo que delimitaban sendos paseos. Flores diminutas y de pálidos colores adornaban cual lejanas estrellas los bordes del camino, empedrado en losas blancas, mientras que una fuente de piedra bañaba con un riachuelo cristalino el centro del jardín. La nieve caída durante la mañana había sido apilada junto a los muros, sobre los cuales, en cada uno de los cuatro puntos cardinales, se alzaba la mansión de uno de los Lores de Teshaner. Eran magníficas construcciones de piedra pulida, con grandes ventanales y balcones, cubiertos por cortinajes de seda que tan sólo permitían imaginar la suntuosidad y el lujo que se ocultaba tras ellos. Cada uno de los edificios se alzaba en una estrecha torre, coronada por una afilada punta de color encarnado que brillaba a pesar del negro atardecer que se cernía sobre la ciudad.
- Parece que los Lores no se privan de nada -dijo Josuak, mirando también enderredor y, aunque sus palabras no lo expresaban, en sus ojos se intuía cierto asombro.
Los jardines estaban poco concurridos; apenas una decena de guardias patrullaba entre los setos y algún que otro criado se apresuraba en cumplir con su cometido. Josuak tardó unos segundos en descubrir a Kaliena apoyada en una de las columnas del pabellón que había cerca de la muralla oriental. La mujer iba vestida con una capa de piel que la cubría por completo, dejando libre su largo pelo azabache que ondeaba mecido por el viento. Al ver acercarse a los dos mercenarios, los ojos azules de la mujer brillaron levemente.
- Ya habéis llegado -les saludó con un tono gélido como el clima del anochecer, sin que su pálido rostro expresara la menor emoción.
- Sí, ya estamos aquí -respondió Josuak mientras seguía observando a su alrededor-. Bonito jardín tienen los Lores. Mucho dinero habrá costado a las arcas de la ciudad construir este lugar para que sólo las familias de los dirigentes puedan disfrutar de él.
- No creo que sea el momento de discutir sobre las diferencias sociales -le cortó Kaliena y, al momento, se apartó de la columna para volverse hacia la doble puerta del pabellón-. Será mejor que entremos, la mayoría de los invitados han llegado ya. –dicho esto, subió los pocos peldaños que conducían a la entrada del edificio.
Josuak musitó una maldición y miró a Gorm. El gigante se encogió de hombros y siguió a la mujer. El hombre renegó de nuevo antes de adentrarse también en el pabellón.
Dos soldados montaban guardia flanqueando la puerta. Tras saludarles, Kaliena guió a Gorm y Josuak por un alfombrado pasillo hacia la gran sala que se adivinaba al fondo. El murmullo de voces y conversaciones que llegaban desde la estancia acompañó los pasos del silencioso trío por el largo corredor.
Era un gran salón de paredes de piedra gris y altos techos cruzados por vigas de madera. Una veintena de invitados charlaba en reducidos grupos, sin levantar la voz y lanzando fugaces miradas hacia la puerta. Había ciudadanos de muy diferente índole, desde ricos e influyentes comerciantes hasta algún representante de la milicia. Josuak reconoció con desagrado al capitán Gorka, que fanfarroneaba junto a un par de sus hombres.
Kaliena se encaminó hacia dos ancianos religiosos que esperaban cerca de la gran mesa que ocupaba el centro de la estancia, frente a la que se alineaban los bancos para los invitados menos importantes.
- Buenas tardes, padre, hermano -saludó respetuosamente la mujer inclinándose brevemente ante los dos clérigos, envueltos ambos en el tradicional sayo de su orden.
- Oh, Kaliena, al fin has llegado. -el más viejo de los monjes le devolvió el saludo y le dedicó una sonrisa, entrecerrándose sus ojos durante un instante. Al momento, se fijó en los dos guerreros que acompañaban a la muchacha y su sonrisa se esfumó.
- Estos son los mercenarios que nos ayudaron a escapar del Paso del Cuenco -se apresuró en explicar Kaliena, adelantándose a la pregunta del clérigo e invitando con la mano a Josuak y Gorm para que se acercaran.
- Os presento al padre Arsman y a Frau Alfres –les dijo. Los dos religiosos saludaron con una inclinación de cabeza para al momento devolver sus miradas hacia Kaliena.
- Veo que en tu viaje hiciste extraños aliados, hermana -dijo el padre Arsman, tiñendo de un cierto desprecio sus aparentemente inocentes palabras.
- Gracias a ellos, mis hermanos y yo salvamos la vida en las colinas de Terasdur -repuso la mujer en defensa de sus compañeros de viaje-. Fueron valientes y lucharon contra los monstruos que arrasaron nuestro monasterio.
- Sí, hermana, nadie duda de su valía -asintió cansinamente el viejo-, pero no me negarás que son ciertamente... -el hombre buscó las palabras- peculiares -dijo al fin, como si Josuak y Gorm no pudiesen oírle.
- Si no te gustan los gigantes -empezó a decir con rudeza Gorm, dando un paso al frente y mostrándose enorme ante el pequeño monje. Josuak posó con rapidez su mano sobre el pecho de su amigo y le retuvo antes de que continuara hablando.
- Tranquilo, Gorm -dijo esbozando una sonrisa-. El padre Arsman no pretendía ofendernos. ¿Verdad que no, padre? -la sonrisa del mercenario se mantuvo inalterable, aunque sus ojos lanzaron una velada advertencia-. ¿Verdad, padre? -repitió la pregunta.
- Por supuesto -afirmó el padre Arsman-. Nada más lejos de mi intención que faltar al respeto de los valerosos héroes que salvaron a mis hermanos. -el hombre se dio la vuelta-. Bueno, creo que es hora de ocupar nuestro puesto en la mesa del consejo -le dijo a Kaliena y, junto con Frau Alfres, se encaminó a cortos pasos hacia la mesa alrededor de la cual los miembros consultivos iban tomando asiento. Kaliena llevó a sus dos acompañantes a los bancos y se aposentaron en la primera fila.
Las conversaciones continuaron entre los asistentes hasta que tres figuras hicieron su aparición en la estancia. Al instante, las voces cesaron y todo el mundo observó en silencio cómo los tres recién llegados cruzaban el salón para ocupar los asientos del centro de la mesa. Eran los Lores de Teshaner, los representantes de las tres familias más poderosas e influyentes de la ciudad.
El primero era un anciano encorvado y de frágil constitución llamado Amant, que iba vestido con un abrigo de piel con amplias bandas de cuero cruzando su cintura. El hombre tenía unos ojos casi transparentes, sin cejas o pestañas, y que unido a lo pálido de su rostro le conferían un aspecto débil y moribundo. A su derecha se sentó una oronda mujer ya entrada en años. Era Selvil de Hayol, la matriarca de una poderosa familia de comerciantes. Su corpulencia contrastaba con la delgadez del viejo Lor Amant, ocupando la mujer por completo el sillón de madera. Su rostro era redondo, de fofo cuello y con unos ojos que eran apenas dos diminutos puntos. Un rico vestido de seda roja y adornos dorados era su indumentaria, completada con una infinidad de collares que caían sobre su abultado pecho. El tercer Lor ocupaba el asiento a la izquierda de Lor Amant. Se trataba de Lor Omek, un joven de rizada y rubia cabellera, cuyos rasgos ambiguos y finos causaban multitud de suspiros entre las damas de mejor condición. Era alto y delgado, vistiendo con sumo gusto una chaqueta de ante azul y unas calzas grises. Un pañuelo blanco anudado al cuello era el único adorno de su indumentaria. Un cuarto sillón permanecía vacío junto a Omek. Se trataba del asiento de la familia Luruian, que había caídos en desgracia con la muerte de su patriarca, asesinado un año atrás. Sentados a la mesa, además de los Lores, había una decena de personas en total. El Capitán Gorka ocupaba con visible orgullo uno de los asientos. El Padre Arsman también tenía un sitio en la mesa principal, así como varias personalidades más. Entre ellos destacaba la imponente figura de un caballero de Stumlad. El hombre era el capitán de la guarnición recién llegada a la ciudad. Vestía la misma armadura con la que había desfilado por las calles a su entrada en Teshaner, mientras su puntiagudo casco reposaba sobre la mesa a su lado. El rostro sereno del caballero emanaba una absoluta confianza y seguridad. Era un hombre veterano, con el cabello oscuro y liso ribeteado de canas plateadas. Sus ojos castaños permanecían perdidos en algún lugar del fondo del salón, ausente a pesar del importante debate que iba a comenzar.



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