A partir de hoy, todos los lunes tendrán una pequeña pieza da ficción ambientada en el mundo de Valsorth. Se trata de una de las primeras historias que escribí sobre este mundo, hace ya más de diez años, y que nunca terminé. Iré colgando las entregas de manera semanal, ¿y quien sabe? Quizás me dé por acabar esta historia y todo. Sin más, les dejo con la historia. Si quieren acompañar a personajes como Gorm, Josuak, Izana, Pendrais, Kaliena... sigan leyendo...
CAPÍTULO I
Un viento frío barría la falda de la nevada colina,
levantando con su furia una infinidad de salvajes remolinos de polvo blanco. El
estremecedor silbido resonaba en todo el paraje, como el largo y fantasmal
lamento de un alma atormentada que clamase piedad. Los altos pinos que
salpicaban la ladera se balanceaban ante la fuerte embestida del aire y
esparcían sus hojas verdes y puntiagudas alrededor. Las nubes grises se
cerraban en el cielo sobre las colinas, ocultando el sol mortecino que debía
estar ya escondiéndose en el horizonte, más allá de la abrupta cadena
montañosa. La oscuridad iba en aumento a medida que el anochecer se adueñaba
del paisaje. A lo lejos, saludando la llegada de la noche, se oían los
profundos aullidos de los lobos.
Dos encorvadas figuras se abrían paso a través de las
desérticas colinas, sus oscuras formas destacando sobre el blanco manto nevado.
El que andaba en cabeza era muy grande, casi gigantesco, caminando echado hacia
adelante mientras se protegía del azote del viento con el brazo. La figura que
le seguía unos pasos más atrás era mucho más pequeña, casi la mitad de alta, y
mucho menos voluminosa, avanzando con mayor dificultad que su compañero debido
a que la nieve le cubría hasta las rodillas. Los dos viajeros se abrían paso
fatigosamente en medio de aquella nada
blanca, con el cielo ennegreciéndose por momentos sobre sus cabezas y envueltos
por el huracanado viento, que volvió a resonar entre las colinas con su alarido
fantasmagórico. Bajo el prolongado lamento, pareció distinguirse de nuevo el
sonido de unos aullidos.
- Cada
vez suenan más cerca -gritó la figura más pequeña, tratando de imponer su ronca
voz sobre el rugido de la ventisca. Su compañero se detuvo y esperó a que el
más pequeño le alcanzara. El gigante debía medir más de tres metros de alto,
todo su cuerpo recubierto de impresionantes músculos que desafiaban al gélido
clima. Su piel, de un leve tono azulado, parecía inmune al frío y tan sólo un rudo
taparrabos de pieles le cubría el bajo vientre. El resto del cuerpo permanecía
desnudo, su amplio pecho, sus enormes brazos y sus fuertes piernas, anchas y
poderosas como los cuartos traseros de un caballo. Un corto y musculoso cuello
daba paso a una gran cabeza, con una mandíbula rectangular, que parecía haber
sido tallada a hachazos. Unos pequeños ojos azules brillaban bajo unas pobladas
cejas negras. Su pelo era una larga y oscura cabellera rizada, que caía sobre
su espalda en una coleta que se balanceaba bajo los embates del viento. El
gigante portaba como única posesión una gran hacha de doble hoja e irregular
filo, con un largo mango, tanto como alto era su acompañante. Éste se aproximó
con dificultad, hundiéndose profundamente sus altas botas de piel en la
espumosa capa de nieve. Una larga capa de gruesa tela verde le cubría por
completo, incluido el rostro que permanecía oculto bajo la capucha. Alrededor
del cuello le colgaba la piel de un animal, parda y negra, que le protegía del
cortante frío. Unos pantalones de cuero negro asomaban bajo la capa y del
costado izquierdo de su cadera pendía la empuñadura de una espada.
Una vez se encontró junto al gigante, el encapuchado se
inclinó levemente hacia adelante y apoyó sus enguantadas manos sobre las
rodillas.
- Los
lobos se aproximan -dijo con el aliento entrecortado, antes de volverse a mirar
el mar de colinas que habían dejado atrás.
- ¿Estás
seguro? -preguntó el gigante mientras observaba también la infinidad de cerros,
que se agolpaban hasta formar los altos riscos de una cordillera de montañas
que se alzaba más al norte.
- Debe ser una manada entera -dijo el
encapuchado, buscando con la mano algo bajo su capa. Al encontrarlo, pareció
tranquilizarse-. No debimos retrasarnos tanto en las ruinas. Ahora no
llegaremos a Teshaner antes del anochecer.
-
Podemos seguir andando aunque se haga oscuro -respondió con lentitud el
gigante, haciendo una pequeña pausa entre cada una de las palabras, como si le
costara encadenarlas en una frase coherente.
- ¡No
digas tonterías! -le espetó el otro-. No podremos avanzar por esta nieve en
plena noche. Un paso en falso y caeríamos en alguna sima. No -negó con un leve
gesto de cabeza-, debemos seguir hasta que no podamos ver más y entonces buscar
un sitio donde guarecernos.
Dicho esto, el encapuchado reanudó la marcha, dando por
zanjada la conversación. El gigante tardó unos segundos en seguirle, pero una
vez lo hizo adelantó a su compañero en unas pocas zancadas. Se puso delante de
él y continuó abriendo camino.
Los dos avanzaron bajo las arremetidas del viento, que
barría en violentas ráfagas la pendiente por la que descendían. Más de una vez
el gigante azulado resbaló en la espesa nieve o tuvo que ayudarse de sus
poderosos brazos para salir de un traicionero banco en el que se había hundido
hasta la cintura y donde, probablemente, su encapuchado compañero hubiese
desaparecido por completo.
-
Maldición -gruñó éste mientras rodeaba una de las mortales trampas naturales-.
Este encargo se está complicando por momentos.
El gigante no contestó, concentrado en buscar el camino
más rápido y seguro. Un pequeño bosque de abetos se alzaba a la izquierda. Más
abajo, las afiladas puntas de dos grandes rocas sobresalían entre el blanco que
lo llenaba todo. Tras un instante de duda, torció hacia la izquierda y
emprendió un trayecto directo hacia los árboles.
- Juro
que si salgo de esto no volveré a pisar estas colinas -protestó de nuevo su
compañero-. Odio todo esto. La próxima vez que nos encarguen perseguir a
alguien fuera de la ciudad, recuérdame que me hunda un puñal en el
estómago.
El fuerte viento se llevó las últimas y enojadas palabras
del encapuchado, impidiendo que el gigante las oyese. De todas formas el enorme
ser no prestaba atención a tales comentarios, ocupado en crear un sendero por
el que poder seguir avanzando. El viento emitió un nuevo alarido que murió al
cabo de unos segundos, momento en que resonaron otra vez los aullidos.
- ¡Están
muy cerca! -gritó alarmado el encapuchado y se dio la vuelta buscando la
empuñadura de su espada, como si esperase encontrar una decena de lobos a su
espalda. La ladera estaba desierta y sólo la marca dejada por su avance rompía
el eterno manto de nieve. Nada se movía a su alrededor, hasta el viento pareció
detenerse por unos momentos. Las sombras se alargaban bajo las colinas y
crecían a medida que oscurecía. Un nuevo aullido se oyó para ser seguido por
otro un instante después. A continuación, otro más se unió al funesto canto,
luego otro, y otro.
- Tenías
razón, Gorm -le dijo el encapuchado a su gigantesco compañero mientras
proseguía la marcha en pos de él-. No podemos pasar la noche aquí, al raso. -el
gigante detuvo su imparable avance y observó con atención a su acompañante-.
Sería un suicidio -siguió diciendo-. Debemos desviarnos hacia el este, hacia el
poblado leñador. Allí podremos guarecernos hasta el amanecer.
El gigante asintió con rudeza y se volvió para seguir la
marcha. Otro aullido rompió el silencio. La oscuridad era cada vez mayor,
haciendo que apenas se viese ya a más de veinte pasos por delante. Funestas
sombras se habían apoderado por completo del paisaje.
Los dos viajeros se internaron por el pequeño
bosquecillo, donde la capa de nieve era menos espesa. El gigante, Gorm era su
nombre, pudo acelerar el paso aunque debía caminar encorvado para no topar con
las bajas copas de los abetos. El encapuchado le seguía unos metros más atrás,
sin dejar de refunfuñar y emitiendo grandes bocanadas de vaho con cada uno de
sus improperios. Otro profundo aullido recorrió la ladera. Gorm aumentó el
ritmo de la marcha.
Después de recorrer media milla, la pendiente de la
colina se suavizó hasta transformarse en una inmensa planicie blanca de suave
relieve adornada por escasos árboles. La oscuridad seguía creciendo, transformando
cada uno de los abetos en una fantasmal y retorcida presencia.
- Desde
esa elevación tendríamos que poder divisar el poblado -informó el encapuchado
señalando al frente. Mientras, un nuevo aullido rompió el silencio a sus
espaldas. El hombre se volvió y observó la oscuridad que se abría tras ellos.
Tras cerciorarse de que nada les seguía, se apresuró en alcanzar al gigante,
cuya forma se había difuminado con la distancia y la oscuridad.
Coronaron la cumbre del montículo justo en el momento en
que otro aullido sonaba, esta vez muy cerca. El aullido murió, pero al instante
fue seguido por varios más, profundos y alargados. Casi se podía distinguir en
ellos un sentimiento de rabia contenida, de furia irracional. Bajo el sonido de
los aullidos, los dos hombres contemplaron una mancha negra y borrosa que
aparecía a un centenar de metros en la blanca planicie. Era la silueta de
varias cabañas que se recortaba fantasmagóricamente en el anochecer. Ninguna
luz se veía en las viviendas; ni antorchas, ni lámparas de aceite, ni
chimeneas, ni fuegos. El pequeño poblado estaba sumido en la negrura, casi como
si nadie habitase en él, como si sus habitantes lo hubiesen abandonado dejando
atrás todas sus pertenencias. Un escalofrío recorrió la espalda del hombre encapuchado
al presenciar aquella escena y comprobar como sus esperanzas de encontrar un
refugio seguro se esfumaban.
- ¿Qué
ha pasado? -preguntó el gigante-. ¿No hay nadie?
Su compañero no se molestó en contestar, el desierto
espectáculo que presentaba el desolado poblado hablaba por si solo. Las cabañas
estaban sumidas en espectrales sombras, creando formas retorcidas y grotescas.
Ni un solo rastro de vida había en ellas.
Los lobos aullaron de nuevo. El encapuchado se dio la
vuelta y escrutó la espesa sombra que era la ladera de la colina. La nieve y
los árboles habían desaparecido en la creciente oscuridad. Algo se movió
entonces. Por un momento, el encapuchado pensó que se trataba de una ilusión,
de un efecto óptico producido por la poca visibilidad. Al cabo de un instante
descubrió una sombra que se deslizaba, muy despacio, hasta situarse en el borde
de un pequeño corte del relieve, seguida de otra sombra que se situó junto a la
anterior.
- Gorm,
mira hacia allí -dijo el hombre a su compañero sin despegar los ojos del risco
donde se alineaba una nueva figura junto a las otras dos.
El gigante buscó con la mirada hacia donde le indicaba el
hombre. Los pequeños ojos del enorme ser azulado se cerraron levemente al
intentar traspasar el velo de oscuridad.
- Nos
han alcanzado -dijo el gigante con su ruda voz desprovista de cualquier temor.
- Lobos
-añadió escuetamente el hombre mientras apartaba con la mano la capucha que
cubría su rostro. Las primeras luces de la luna iluminaron con plata sus
facciones. Era un hombre de no más de veinticinco años, con una larga melena
oscura recogida en una infinidad de pequeñas trenzas que le caían sobre los
hombros. Sus rasgos eran duros y afilados, los pómulos recortados, los castaños
ojos penetrantes bajo unas pobladas cejas. Su semblante era serio, preocupado,
pero sereno, delatando que no era la primera vez que se encontraba en una
situación de peligro. Así lo atestiguaba una cicatriz que cruzaba su mejilla
izquierda, naciendo justo debajo del ojo y rasgando su rostro hasta el centro
de la barbilla.
- Lobos
-repitió, viendo que ya había más de una docena de sombras sobre el risco. Una
de ellas se alzó levemente. Su aullido retumbó como un aviso, como una amenaza.
Los dos viajeros contemplaron durante un instante la borrosa manada de lobos
mientras el aullido de su líder se hacía más débil para acabar extinguiéndose.
-
Debemos refugiarnos en el poblado -dijo el hombre.
- Pero,
Josuak, ahí no hay nadie -respondió Gorm.
- Van a
atacar. No podemos hacerles frente aquí -cortó el llamado Josuak.
Al instante los dos se dieron la vuelta y emprendieron
una rápida marcha sobre la nieve hacia las fantasmales siluetas de las oscuras
cabañas. A sus espaldas, silenciosos, los lobos descendieron del risco en pos
de sus presas.
El hombre se volvió a mirar sin detener el paso. Tras
ellos, a tan sólo una veintena de metros, las figuras de los lobos aparecieron
nítidamente, sus oscuros pelajes resaltando sobre la nieve en lo alto del
risco. En ese momento, como respondiendo a una orden, la decena de animales se
lanzó hacia ellos en una rápida carrera.
-
¡Corre! -alertó el hombre antes de apresurarse sobre la nieve a la máxima
velocidad que ésta le permitía. El gigante le siguió, avanzando a grandes
zancadas, el hacha sujeta con ambas manos y sin dejar de echar intranquilas
miradas a su espalda.
El hombre, Josuak, aceleró al máximo con el corazón
latiéndole frenético dentro del pecho y el aliento entrecortado. El poblado
estaba ya ante ellos, a no más de treinta pasos. Alzando mucho las rodillas
para poder avanzar sobre la espesa capa de nieve, el hombre volvió a mirar
atrás. Los lobos, con sus ojos reluciendo carmesíes en la oscuridad, se
abalanzaban por la ladera, abriéndose paso en la nevada alfombra con la misma
facilidad que si fuese un prado de hierba recortada.
El hombre volvió a mirar al frente y trató de aumentar la
velocidad. Las rápidas y suaves pisadas de los lobos retumbaron en sus oídos, y
casi le pareció sentir en su nuca el aliento de los salvajes animales. Sus
botas se hundían profundamente en la nieve con cada uno de sus pasos. A su
lado, el gigante no perdía ojo de lo que sucedía a sus espaldas, refrenando
ligeramente su velocidad para no dejar atrás a su compañero.
Los dos alcanzaron las oscuras cabañas y, sin prestar
atención a los sombríos edificios, se dieron la vuelta para recibir la segura
embestida de los lobos. El hombre desenvainó su espada larga con un rápido
movimiento y la aferró con ambas manos. El gigante asentó sus poderosas piernas
en la nieve y blandió su enorme hacha.
- Por
todos los... -la blasfemia murió en los labios de Josuak. El hombre permaneció
con la espada asida y las piernas levemente separadas, mirando a los lobos que
se habían detenido a apenas diez metros del lugar donde él y el gigante se
encontraban. Los animales restaban quietos, contemplándoles con sus fieros ojos
rojos brillando en la noche. Los dos viajeros aguardaron tensos, inmóviles
también, resoplando aceleradamente por el cansancio, las armas dispuestas para
el combate. Los lobos permanecieron observándoles, sin avanzar ni un paso, sus
miradas llenas de odio pero sin osar traspasar el invisible muro que parecía
haberse alzado entre ellos y sus presas. Finalmente, el más grande, un enorme
lobo de pelaje marrón, alzó su peluda testa, tenso el cuello y emitió un corto
y rabioso aullido para, al momento, darse la vuelta y retirarse a tranquilos
pasos hacia la colina por la que habían descendido. El resto de la manada le
siguió, alejándose con pasos resignados hasta desaparecer en la completa
oscuridad que reinaba ya en el paraje.
El hombre y el gigante vieron la partida de los lobos sin
entender nada, aferrando aún sus armas estúpidamente. El viento rugió en una
rápida ráfaga sobre ellos antes de que el hombre reaccionara por fin. Guardó la
espada en su funda, pero sin perder de vista en ningún momento el camino por el
que los lobos se habían retirado. El gigante se relajó también y apoyó la punta
de su enorme hacha en la nieve.
- ¿Qué
ha pasado, Josuak? -preguntó mientras se recostaba sobre la larga empuñadura
del arma.
El hombre tardó unos segundos en responder.
- No sé
-murmuró en apenas un susurro.
El viento sopló de nuevo desde el norte, con mayor
fuerza. Sin embargo, tras esta salvaje embestida, cesó por completo. La quietud
más absoluta se hizo en la colina y la calma lo llenó todo con un inmenso
silencio.
Josuak pareció volver en sí. Cómo si saliese de un
trance, examinó con nuevos ojos el poblado de cabañas donde se encontraban. Las
oscuras edificaciones de madera estaban completamente a oscuras y ni un solo
sonido provenía de ellas. Estaba claro que ya nadie habitaba aquel lugar, al
menos ningún ser humano o de otra raza civilizada.
- Estuve
en este poblado hace menos de dos lunas -dijo Josuak rompiendo el silencio que
se había creado-. Una decena de familias vivía aquí, leñadores en su mayoría -
el hombre continuó hablando mientras se acercaba a una de las cabañas-.
Llevaban varios años en este poblado y por lo que me dijeron no había mayor
peligro en estas tierras que el de algún grupo de lobos. Sin embargo... -el
hombre se quedó callado de golpe. Al llegar a la entrada de la cabaña sus ojos
descubrieron en la oscuridad que la puerta de madera había sido arrancada por
completo. Gorm se acercó y se quedó observando la destrozada puerta de la
cabaña.
- ¿Qué
es eso? -preguntó.
- Fueron
atacados -respondió Josuak mientras pasaba su enguantada mano por el marco de
la entrada. Sus dedos encontraron numerosas muescas producidas en la madera por
algo muy afilado, un arma seguramente-. Y no fueron lobos -concluyó.
- Ningún
lobo podría romper una puerta tan sólida -dijo Gorm-. Pero entonces ¿Quién? -
preguntó el gigante.
- Con
esta oscuridad es imposible saberlo, pero será mejor echar un pequeño vistazo
adentro -dijo el hombre y se introdujo en la cabaña con la espada sujeta
firmemente en su mano derecha. La negrura más absoluta le esperaba en el
interior. Tras varios inseguros pasos se detuvo y escuchó. No se oía más que el
sonido de su propia respiración. Después de cerciorarse de que no había ningún
peligro, recorrió casi a oscuras la pequeña estancia, tropezando con varios
muebles y objetos que yacían tirados por el suelo. El hombre descubrió que se
trataba de un salón rectangular, con dos puertas en la pared este que conducían
a un par de estancias más pequeñas. Tras terminar de examinar la sala, Josuak
se acercó de nuevo a la entrada por la cual el gigante Gorm se introducía con
dificultad en ese momento.
-
Dormiremos aquí -dijo Josuak-. Parece un lugar seguro -hizo una pausa-. No sé
lo que ahuyentó a los lobos, pero es mejor pasar la noche aquí dentro que en el
exterior al raso.
Gorm asintió con un gruñido.
Una vez sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, los dos
se pusieron a adecentar el salón para poder dormir en él. Apartaron algunos de
los muebles caídos y se hicieron un claro. Tras despejar un espacio suficiente
para ambos, Josuak se internó en una de las habitaciones para salir al cabo de
unos minutos con varias mantas que había encontrado en el dormitorio.
Extendieron las mantas sobre el suelo y ambos se acomodaron como mejor pudieron
sobre la dura superficie.
- Yo
haré la primera guardia -dijo Josuak, sentándose con las piernas cruzadas y
reclinándose sobre un armario que yacía volcado en el suelo-. Aprovecha para
descansar. Luego te despertaré para que me releves.
- No
tengo sueño -respondió Gorm, sentándose también y colocando la gran hacha a su
lado, de forma que pudiese alcanzarla con rapidez en caso de necesidad.
- Ya,
este lugar produce escalofríos. -Josuak apoyó la cabeza en el mueble y observó
la oscuridad del techo de la sala. Fuera, el silbido del viento volvió a sonar
y una corriente de aire helado se introdujo por la rota puerta de la cabaña. El
hombre se cubrió hasta el rostro bajo su espesa capa, pero aún así le fue
difícil espantar el frío.
- Y todo
esto por una maldita recompensa de cien monedas de oro -dijo en un murmullo.
Gorm, sentado sin parecer sufrir los efectos del frío, le
miró a través de la oscuridad y asintió con gesto serio.
- Sí, no
es mucho dinero por tantos problemas -dijo, pronunciando con lentitud cada una
de las palabras.
Josuak pareció no oír al gigante y buscó algo bajo su
capa. Al momento extrajo un pequeño objeto y se lo quedó observando en
silencio. Era un anillo de oro, tallado en forma de una serpiente enroscada.
Era un anillo ostentoso y de mal gusto, pero eso era lo de menos.
- Sí,
todo por ese maldito farsante -dijo Josuak casi para sí mismo-. Ese estúpido
del falso Conde de Vioni era realmente divertido. -sus labios se abrieron en
una cansada sonrisa–. Tiene su mérito el conquistar a la hija del Canciller
Real pretendiendo ser un noble, cuando en realidad no se es más que un bufón.
Hubiese dado media vida por ver la cara del Canciller al descubrir a su hija
revolcándose con aquel payaso en las cuadras de palacio. -Josuak emitió una
débil carcajada-. El Conde salvó el cuello gracias a su supuesto título, pero
su coartada cayó como un castillo de naipes en cuanto el Canciller empezó a
investigar un poco. De todas formas, le sirvió para ganar tiempo y salir de la
ciudad y huir hacia el norte. -se detuvo, contemplando el anillo mientras lo
hacía danzar entre sus dedos-. Fue divertido atraparlo -continuó rememorando-.
Sin caballo, casi sin provisiones, el muy idiota dejó un rastro tan claro que
parecía que quería que lo atrapásemos. En fin, el trabajo ya está hecho y
tenemos la prueba de ello. -Josuak hizo dar un par de brincos más al anillo
antes de ocultarlo de nuevo bajo su capa-. Bueno, ya está todo hecho. Ahora
sólo tenemos que regresar a Teshaner y cobrar la recompensa.
- Sí,
dinero, dinero -aprobó Gorm.
- Sí, al
menos para una temporada -respondió Josuak-. Y ahora túmbate y duérmete de una
vez -le dijo al gigante con fingido malhumor-. Luego no vengas quejándote
cuando te toque hacer tu guardia.
El gigante asintió y, moviéndose con dificultad,
consiguió acomodarse sobre la manta. Al cabo de unos momentos, su fuerte
respiración resonaba en la sala.
Josuak observó la sombra de su amigo y esbozó una
sonrisa. Tan grande y fuerte, aunque su forma de actuar era más bien la de un
niño. Un niño de tres metro y medio de altura, eso sí. Gorm no era muy listo,
pero Josuak admitió que el gigante se había adaptado muy bien a vivir en una
cultura totalmente extraña. Estar tan lejos de su hogar, de las montañas
Kehalas, debía ser difícil.
Aún podía recordar cuando se conocieron. ¿Cuánto hacía
ya? ¿Dos años? No estaba muy seguro, el tiempo pasaba muy rápido para un
aventurero cazarecompensas, quizás demasiado. Josuak cerró los ojos y casi pudo
ver aquel frondoso bosque, hacía ya tanto tiempo que casi parecía otra vida. Se
encontraba persiguiendo a unos forajidos. Todo era normal, un simple encargo de
acabar con unos maleantes, hasta que su exceso de confianza le hizo meterse de
lleno en la encerrona que los tres tramperos le habían preparado. Los bandidos
le golpearon, le robaron, se rieron de él, dejándole finalmente colgado de un
árbol, malherido y desangrándose. Josuak palpó en la oscuridad la cicatriz de
su mejilla y recordó aquel día, la humillación que sintió. Era una muerte
segura, de no haber sido por la aparición de aquel joven gigante, torpe y
tosco, que casi no sabía hablar y que caminaba temeroso por el bosque. Gracias
a él, Josuak salvó la vida aquel día. Desde entonces estaba en deuda con
aquella mole de músculos.
Josuak se frotó las manos y se cubrió el rostro con
ellas, tratando de hacerlas entrar en calor. El frío era muy intenso dentro de
la cabaña. A pesar de la cuantiosa cantidad de abrigo que llevaba puesta, todos
sus músculos estaban ateridos. Casi ni sentía los pies, congelados dentro de
sus botas. Resignado a pasar aquella noche en aquel inhóspito campamento, se
abrazo las piernas con ambas manos y se dispuso a permanecer las dos horas que
le quedaban de guardia.
El tiempo pasaba muy lentamente. El viento reapareció,
silbando con fuerza. En más de una ocasión su alarido era tan potente que
Josuak se levantó sobresaltado, creyendo haber oído un grito o un aullido. Por
fin llegó el momento de despertar a Gorm. Josuak tuvo que zarandear con fuerza
al gigante para que saliera del profundo sueño en que se encontraba su
compañero.
- ¿Qué
sucede? -preguntó Gorm, mirando extrañado la oscuridad que le rodeaba, como si
no supiese exactamente donde se encontraba.
- Es tu
turno de hacer guardia -respondió Josuak tumbándose en la manta y agrupándose
sobre un costado. Gorm emitió un sonoro bostezo y se quedó sentado mientras se
frotaba los soñolientos ojos con su manaza. Cuando se volvió hacia Josuak, éste
ya estaba dormido.